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La mejor postura antiálgica

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miércoles, 1 de marzo de 2017

BRAD MELHDAU


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El torbellino de la campaña comercial ya se dejaba sentir levantándome las solapas del cárdigan. Y se ponían tan enhiestas, como almidonadas por el stress y las tareas pendientes de hacer, que me cubrían los flancos ocultándome todo aquello que no estuviera escrito en mi agenda de tapa roja moleskine. Así que me iba quedando sin ir al teatro, al cine, a conciertos... puesto que no llegaba a saber que toda aquella golosina se hubiera programado. Muchas veces me topaba con algún cartel raído, ya viejo por el paso de dos meses, de tres, de cuatro, anunciando un concierto de Perro, de Drexler, de Spalding, de lo que sea, que ya había caducado, que ya era pasado, historia, memoria feliz para los que asistieron.
Cuando vi que era Brad Melhdau a quien me iba a perder esta vez, me enfadé conmigo mismo por ser tan monorraíl, tan poco multitask, tan obstinado y concentrado, tan sumido en mi hipnótica mierda laboral que dejaba pasar aquellos trenes fantásticos que hacían parada en los andenes de la ciudad, tan cerca de mi casa, esperando que me alojara por un par de horas en sus lujosos vagones transartísticos y a los que yo sencillamente ignoraba y dejaba pasar de largo mirando hacia otro sitio donde, nunca, ocurría, nada, que, no, fuera, rutinario, y gris.
La chica de la sala BBK se rió sin maldad de mí y me dijo, ja, hace ya como dos meses que se agotaron las entradas. No se lo tuve en cuenta, me lo tenía merecido. Pero al día siguiente se me ocurrió tocar madera por si fuera verdad aquello de que daba suerte, , y me acordé de Amaia, que trabajaba en Moskito Records y que desde los fogones del jazz a veces me lanzaba un tizón ardiendo en formato de disco (Aurignac, Barrueta, Colina…) o de avisos por wasap de inicios de ciclos, festivales... avisos que a veces se estrellaban contra las solapas almidonadas y alzadas de mi cárdigan para morir y yacer inertes a los pies de mi moleskine de tapa roja.
Un intercambio de aquéllos llegaron al más feliz de los puertos. Fue más o menos tal que así:

     - Amaia, mil gracias por el aviso, el sábado vi a Seamus Blake, gracias por haberme avisado, pero sabes qué, me pierdo a Melhdau, arrrgghhh, agradecería una ayudita, if posible. Love u

     - Voy a intentar;

     - No te expongas…a ver si vas a prevaricar,,,que mira cómo vienen de cargaditos los diarios esta mañana. Agregué también una foto de uno de los discos que tengo de Melhdau, Places, y le puse al pie: ha sido culpa mía, debo de estar más atento.

     - Ya te he apuntado, hasta el lunes no puedo ver las entradas retenidas.

     - Agregué seis iconos de mano con High thumb; seis manos con los seis colores distintos que dispone wasap; y puse: lo de Seamus Blake fue fantástico.

     - Yo he estado en la prueba de sonido, me ha encantado!! Mikel (su hijo) ha salido diciendo que él también quiere tocar una txirula de esas. Y luego ha puesto tres emoticonos partiéndose de risa, y ha añadido: el lunes hablamos.

 el lunes llegó
          
-               -- Habemus entradas. Dos emoticonos de teclas de piano, y tres de dos manos aplaudiendo. Son en balconada, en sala ya no quedaba nada de nada.
-
-               -- Ieeeepa, pues al final va a ser una sola entrada, querida, que a Iciar le viene mal el horario. Además Melhdau quizás sea un poco frío para ella, que es de corazón más caribeño para el jazz, o al menos que haya un poquito de brass
.
-               --  Emoticono de risa. Estaba hablando con Monique, que ella también quiere ir, así que tienes invitación y acompañante. Te viene bien el plan? Un emoticono me quiña un ojo.

-                 --Después de más de media hora, le pongo: Perdona el silencio, no es que me lo esté pensando….es que he entrado en una reunión. Bien. Como una cita a ciegas. Guay.

-               --  No hombre. Dos emoticonos se mean de risa. Yo también estoy trabajando y contesto cuando puedo.

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Así que vino Monique. Quedamos a las siete y cuarto, cuarenta y cinco minutos y dos cervezas antes de que empezara el concierto a las ocho. Dimos el nombre de Amaia a las chicas de la recepción como si fuera una clave para adquirir un alijo de estupefacientes, pero en lugar de eso nos hicieron acompañar a un joven que nos guió escaleras arriba hasta el palco de la sala BBK. Allí cada cual seguía sus instintos para buscar un asiento libre que le ofreciera la mejor visibilidad del escenario allá abajo, que mostraba, lustroso, un Stenway como de obsidiana, una batería desangelada, y un contrabajo dormido, echado, acurrucado como una pequeña mujer de Botero, morena y aceitada y desnuda y callada. Nuestro particular Virgilio nos condujo por aquel infierno de las alturas hasta el extremo del palco, hacia aquel pequeño proscenio que cuelga sobre las butacas de patio y casi sobrevuela el escenario. Un sitio aventajado cuando menos, con tres asientos blancos, cómodos y cercanos, junto a la baranda sobre la que podíamos inclinarnos reposando sobre ella los antebrazos para contemplar con facilidad y aguzar la escucha con el cuerpo volcado en actitud atenta. 

Ocupamos dos de las tres sillas albares que se nos ofrecían. Hablamos un poco de música, de pianistas, de Bill Evans, de Keith Jarret, de Dave Brubeck, de cómo Melhdau, de los actualmente consagrados era uno de los grandes, y de lo cerca que habíamos estado de habernos perdido aquel concierto que se anunciaba tan memorable y en unas condiciones tan exquisitas gracias-gracias-gracias a Amaia. No hablamos de Glen Gould, quien me apasiona, y al que llegué musicalmente desde el trampolín de la literatura, como otras tantas veces, leyendo El Malogrado, de Bernhard. Tampoco hablamos de Shine, aquella maravillosa película que seguro que Monique habría visto. Impresionante Rush. No hablamos de Peterson ni de su Night Train que debe estar apunto de rayarse de tantas veces que me lo pongo.Yo, mientras esto sucedía, o no sucedía, no sé con qué rincón del cerebro, que no impedía que mantuviera o no mantuviera aquella conversación con Monique, me imaginaba a Brad antes de salir al escenario, con la manos sumergidas en un barreño de agua caliente, a unos treinta y ocho grados centígrados, templándolas para que los dedos volaran como dos pulpitos hiperveloces sobre las escalas dodecafónicas, cambiando de tonalidad como quien cambia el gesto con un mero arqueo de ceja
Al fin entraron los tres músicos, animosos y resueltos sin que nadie les precediera con una presentación. Los grandes levantan una ovación sin que haga falta un maestro de ceremonias que enfervorice al público con prolijos y encomiásticos introitos. Así como sí se hizo con Seamus Blake el sábado anterior, cuando Gorka Reino los ensalzó y agradeció la asistencia masiva del público porque la programación y la existencia del festival dependía de la respuesta de los aficionados, quienes a veces preferían la quietud de sus equipos de música y de sus salones de música y de sus colecciones de música grabada en estudio o en directo, pero reproducida solo para ellos en el momento que ellos decidieran y con el volumen idóneo y el instante del día o de la noche que ellos decidieran.
Brad arrancó las primeras notas y empezó el concierto que durante casi dos horas nos mantuvo flotando sobre aquella sopa etérea de música maravillosa. Yo, me replegué sobre mí mismo para dirigir todo aquel magma hacía mi glándula pineal y deglutir con mayor atención cada triada de notas, cada compás y cada cambio de tonalidad. Ocho, nueve canciones, diez, no me acuerdo ya exactamente, tan sólo que nos obsequió con dos bises, aunque el último recayó sobre la responsabilidad casi plena del batería con un solo demasiado largo que Brad escuchó absorto sentado en flor de loto desde su sillita de pianista. Se deleitó desestructurando a los Beatles, maravillosamente, diría yo. Hizo un guiño con un compasito de My favourite Things dirigido a un asistente que se atrevió a gritar  por encima de unos aplausos qué era lo que quería escuchar, como si fuera un jukebox. También me sorprendió desde el principio la cordialidad del pianista dirigiéndose al auditorio con respeto, intentando trufar en lo posible algo de castellano cuando explicaba qué canciones eran aquellas que había interpretado, y cuál era la que vendría a continuación, recibiendo agradable las ovaciones y los bravos. Siempre había pensado que este hombre se conducía como un divo distante, como si estuviera tocando en la soledad de su estudio ensayando las piezas ensimismado sin considerar a quienes a su espalda aplaudieran, silbaran aullaran.
No voy a explayarme en criticar el concierto ya que no lo soy. Sólo diré que cuando concluyó nos miramos satisfechos Monique y yo, sabiendo que habíamos asistido a algo grandioso y que habíamos sido conscientes de ello durante cada segundo que aquel músico había paseado sus dedos por las teclas del piano. Brad Melhdau. Bien.