Al fin salgo al aire
con el brazo sobre el hombro del hijo.
Y ahí está,
aguardándome sobre las fachadas
la luz insólita de las tormentas
que congela esta lánguida tarde de invierno.
Se adhiere a las cornisas,
viscosa y lenta, a los balcones.
Una luz que le exprime a la ciudad
el zumo triste
de los mármoles,
y que desmadeja de las nubes
un halo vahído de arena mojada.
Yo siempre pienso lo mismo
en estos casos:
¡Alto!
Detén el paso.
Es improbable que esto vuelva a suceder.
Mira, le digo al hijo.
Observa.
Alza la luz de tus ojos.
Contempla esta tarde distinta y única.
Y el niño asiente.
Mas vuelve rápido a la vida,
la de verdad,
ajeno a esta perturbación extraña
que enajena por un momento al padre;
seguro, Iñigo,
sin saberlo,
de que más tarde o más temprano,
ahítos de tiempo los bolsillos,
esta sopa extraña que flota entre edificios
volverá a visitarle
al menos veinte veces
antes de la partida
No hay comentarios:
Publicar un comentario