Es lo que tiene ir en buena compaña. Te acostumbras a esperar o a que te aguarden en las curvas. Parloteas vagamente sin afán de profundizar en nada, tan sólo por aliñar con palabras el runrún del pedaleo. Pero cuando lo previsto es que si sales lo harás solo, como antaño, entonces empiezas a ponerte excusas. Y esperas en el rebozo de la cama que se oigan las gotas de lluvia arreciando contra la chapa que en el patio protege el cuadro del gas. O sencillamente esperas no despertarte hasta las diez, ya demasiado tarde para inciar nada. Pero no. Ningún palo entre los radios que impida lo previsto, sólo el silencio matinal de la casa y una especie de saudade por todos los rincones, que al principio interpretas como un augurio de algo, ¿de que me quede? igual si salgo me caigo y yendo solo ya se sabe... ahí te quedas olvidado en un pinar, fracturado algún hueso y el orgullo. Pero no. Sólo es saudade de martes de difuntos. Recuerdas que la previsión del tiempo es que mañana entra una borrasca de las buenas que se va a quedar un tiempo echando agua por todo el auskalmet. Así que es otra prueba más de que hay que aprovechar la mañana y salir con Scott a que le dé el aire. Aún así noto el agarrotamiento de la tristeza del día 1 de noviembre. Qué tontería, pero algo me frena el alborazo de salir en bici al Pagasarri.
Efectivamente, luego todo el monte me gritó lo que yo sentía por dentro. Y huí hacia arriba, esperando que la densidad de la tristeza la lastrara en la zona baja del día. Ascendí pues, subí, trepé con rabia con la ayuda de Scott, hasta que comprobé que era inutil: la luz pastosa y un silencio sin viento entre los árboles hacian de los caminos solitarios una especie de ensoñación triste y viscosa.
Los pocos montañeros que topé, los bikers que vi, todos sumidos en una suerte de amodorramiento incierto. En grupos pero sin hablar mucho entre ellos. Los ojos bajos llenos de noviembre. En el Refugio tomé mi caldo mientras a mi alrededor se echaba en falta la algarabía de los huevos con bacón y la preparación de la vuelta a la ciudad. Bajé por la pista más transitada solo por evitar la soledad de las trochas que usualemente me gustan. Sorteé con mucho tiento a los zombies que subían pesadamente mirando el suelo. Y ya en Bilbao tras dejarla en el taller a buen recaudo, encontré a mi padre deambulando por las calles, arrastrando su particular día de difuntos, el primero sin ella. Nos tomamos cuatro vinos, dos Albariños y dos Ribeiros. No quiso venir a comer a casa. Nos separamos ahítos de 1 de noviembre. Nuestro primer 1 de noviembre. Lo vi alejarse. Arrastrando su soledad. Eligiéndola. Paladeándola
martes, 1 de noviembre de 2011
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De nuevo me viene a la mente la frase de Gamoneda "Esto era el destino: llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua" Hay días en los que nos cuesta estar solos, en los que preferiríamos otra realidad pero inevitablemente acabamos deseándolo, hay momentos, dolores y sensaciones que no se pueden compartir con nadie. Un abrazo Fructus, quizás fuese ese el destino ayer, llegar a la dormida ferocidad del bosque y sentir una inquietud especial, la certeza de que te faltaba algo.
ResponderEliminarSiempre me ha atraído más la linde del bosque cerrado que la del agua ya quieta o procelosa. Sin duda porque sé que en el agua no me aventuraré de no ser por accidente. Pero el bosque me llama aun patentes sus peligros. La soledad y el silencio de un bosque es una de las sensaciones más violentas que conozco, quizás similar sea a la panorámica 360ª del naúfrago que empieza a vislumbrar el fatal horizonte rectilíneo que le rodea.
ResponderEliminarA veces resulta sanador perderse en el corazón de la soledad. La saudade te arropa allí con un manto de hojas muertas y puedes convocar a todos tus fantasmas sabiendo que no es un sueño.
Acabo de leer Sayonara Mio, y tiene un giro afín a esto que cuento. Un saludo, Nevosa.