El cielo tapa con grises madejas el pequeño frasco de Bilbao. Lo aprisiona con nubarrones de plomo. En el coche, arrebujado, leo el capítulo quince de NIEBLA. Alzo la vista y descubro al través del cristal de la ventanilla las calles que antaño desgastaran las suelas de don Miguel. Lo imagino con levita, una barba arreglada con un corte que ya no se lleva, andando lentamente con las manos a la espalda, peripateando la hora del café por la villa. De uno de los bolsillos del abrigo asoma la cabeza un librito de Schopenhauer. Lo veo detenerse ante la luna de una óptica, y concentrarse embelesado en unas gafas estridentes de pasta oscura. Se refleja en el escaparate su rostro ligeramente descarnado, como el de su violento Cristo de Velazquez. Jamás me he cruzado en la ciudad con pariente alguno suyo que heredara aristas por mejillas bajo esos ojos hundidos. Un biznieto quizás. Un seguidor de su obra que a fuer de unamunista se haya afilado la cana barba y eriado una frente sembrada de dudas y de fe. Con otros sí me topo. Por ejemplo, en Indautxu se suele cruzar conmigo un remedo de Mario Benedetti, con su cuidado bigote luciendo un jersey beige de lana. Pero se va ya don Miguel. La óptica está cerrada que no son sino las 15:30 todavía. Y se pierde calle abajo al doblar la esquina de su instituto. Se va diluyendo entre los paseantes cuando cruza la calzada bajo la Palas Atenea policromada que hace chaflán en Bertendona. Bajo la ventanilla, pero ya no me oiría. Imposible correr tras él, habrá entrado en la Fnac y bullirá de gente con la que confundirse. Desisto, y vuelvo a notar entre las manos la novela. La nivola. El atribulado Augusto Pérez me espera negro sobre blanco, creyéndose de carne y hueso y alma, y no sabiendo aún de demiurgos ni de hacedores.
lunes, 22 de febrero de 2010
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