Ayer domingo subimos los tres un buen trecho de la ruta de los puentes, la ruta tres. Llegamos hasta el cuarto puente y desde allí emprendimos la vuelta porque la hora iba siendo ya la de la comida. El día, la mañana, nos acompañó en todo: cielo azul, aire fresco y en ráfagas suaves que nos empujaban suavemente monte arriba.
Nada más abandonar el espacio abierto de la primera parte del camino, y entrando en lo que la guía que compré por tres euros en Ezcaray llamaba el "barranco Tigorrego", nos detuvimos en una espesura a la vera del río donde estuvimos esperando a que Iñigo plasmara en su cuaderno la belleza del paraje con un dibujo a lápiz que acabó por desechar.
Allí, mientras trazaba su boceto con las piernas colgando hacia el torrente, estuvimos los tres sentados sobre el mullido musgo, escuhando la música del agua y oyendo la voz del monte. El aire se alocaba por momentos para refrenarse de repente. Y todo el espacio de aquel recodo en sol y sombra ajedrezado, era un flotar de millares de semillas que como finas pelusas danzaban suspendidas.
La tapia caía hacia el otro lado unos cinco metros, y era un cementerio lo que encerraba, de doscientos o doscientos cincuenta metros cuadrados. Allí, seis o siete tumbas de muy distintas edades se tendían al sol de la primera tarde guardando los restos de los pocos vecinos de la aldea de Azarrulla que no se habían ido del todo de su tierra.
Iciar e Iñigo se habían rezagado unos metros abriendo una bolsa de frutos secos, y cuando llegaron a mi altura creo que musité "un cementerio" señalando la tapia, a lo que no reaccionaron en absoluto.
Dejamos el barranco atrás con sus hayedos -que aquí llaman "montes" los del lugar-, con su ensordecedor torrente y su encharcado camino. En mi mente siguieron flotando las semillas de los árboles despegando hacia el sol desde sus capullos, y se fijó, indeleble, la imagen del pequeño camposanto bañándose de luz en aquel silencio sólo roto por los pájaros.
Por la noche, cuando le llevé el vaso de agua a la cama, le hice recuperar a Iñigo los sitios que habíamos recorrido por la mañana. Le pregunté si en ese preciso momento, a las diez y media, era capaz de imaginarse los hayedos, los puentes, las rocas. Si creía que seguían existiendo en este minuto en el que nadie podía verlos, en el que no había ojo alguno que les prestara realidad. Me miró como a un loco y me dijo que pues claro que existían, pero a oscuras, tenebrosos, que se lo imaginaba todo oscuro pero con el atronador ruido del río.
Yo, por mi parte, recreé el pequeño rectángulo tapiado con sus siete cruces oxidadas, silencioso en su rincón de la noche. Sabía que el día siguiente se alzaba ya tirano con su huraña cara de lunes, con su Koyanitskatsi, life out of balance, errónea forma de vivir, y me alegré de haber salvado al menos este domingo de mi vida, con ellos dos; de haber acariciado la hierba con los ojos y con las manos, manchándome de vida los pulmones.
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