La recordé entrando en el aula con su treintena recién cumplida. Era el año 1982, y el curso 2º de BUP. Arrinconaba de vez en cuando al Arcipreste de Hita contra las cuerdas del libro de texto y no lo dejaba salir hasta los deberes de casa. Escondía a Don Juan Manuel tras la pizarra o le tapaba al juglar del Cid la boca con cintamericana y lo ataba a la silla para que no interrumpiera la clase. Y una vez despejado el campo, sacaba los periódicos primero, con sus suplementos literarios, sus fotos en blanco y negro de García Márquez, de los ojos un poco sartrianos de Cortázar, y cómo no, de su enamorado, Mario Vargas Llosa. Nos hacía pasar los diarios de mesa en mesa para que viéramos los egregios rostros de los que habrían brotado las suculentas historias y los vivísimos estilos que luego pasaríamos a leer. Tras los diarios, los libros. Cien años de soledad, la recientemente publicada en aquel mismo año Diario de un Naufrago, los Cronopios y las Famas, las Instrucciones, las Ocupaciones tan divertidas, empiecen por eso muchachos, ustedes que no son de leer novelas gordas todavía. Los cachorros, Los jefes. Aún escucho su voz apasionada haciéndonos ver cómo el inicio de la historia de Pichula Cuéllar era un caleidoscopio de voces, de conjugaciones que hacían del narrador un explosivo cohete que llenaba la página de mil colores.
No sé el resto de la clase, pero mi compañero de pupitre Jose Miguel Pérez -del que no recuerdo ya sino el nombre y su agilidad en la cancha de baloncesto a pesar de las espaldas de estibador que se gastaba- y un servidor, nos dejamos llevar por la senda que nos abría la profesora, y nos leímos ávidos y divertidos mucho de aquél Cortázar y algo de Vargas Llosa.
Nieves Uribe entraba en clase y daba la sensación de que no sólo entre aquellas paredes, sino en su vida extramuros, nada que no fuera la literatura pareciera importarle. Y así nos transmitió el amor por las letras y por el juego de las letras.
Me pregunto cómo habrá reaccionado al pasar las últimas páginas en sus lecturas de La Fiesta del Chivo, o de las Travesuras de la Niña Mala. No puedo sino imaginarme su rostro desencajado de alegría cuando recibiera el premio Nobel. Cuando lo recibió “ella” quiero decir. Porque estoy seguro de que lo encajó en primera persona, como cada uno de los miles de lectores que Varguitas va sembrando desde La Ciudad y Los Perros. Esa carita ya arrugadita de doña Nieves, con sus patitas de gallo y su cabello laqueado, con sus manitas arrugadas pero capaz toda ella de transmitir el amor aquél por don Mario impreso en blanco y negro en los diarios de 1982.
La próxima vez que la vea, le entro.
Palabra.
Amigo Fructus,
ResponderEliminarSin duda, la convalecencia te está otorgando nueva clarividencia y bella profundidad en tu prosa. Confieso que busqué en Google algún contacto que poder ofrecerte con la otrora fuente de pasión por las letras, pero... casi mejor que sigan así las cosas. Y las personas, que queden como las conocimos, como las imaginamos. También nosotros éramos otros.
Gracias por tu desmesurada réplica. Te vence la amistad, Streaker. Tienes razón al decir que éramos otros. Totalmente. Pero me hubiera gustado comprobar el poso de todo aquello en la donosa figura de esta vieja dama. Es seguro que no me reconocería, pero también lo es que le hubiera alegrado la mañana mi torpe "disculpe doña Nieves...", por otro lado situación muy común para los buenos y viejos maestros.
ResponderEliminarUn abrazo.