Cogidos de la mano,
Rebeca me condujo hasta la Pajarera de su padre por un intrincado laberinto de
escaleras que jamás pensé pudieran existir en mi propio barrio. Atravesamos solares baldíos donde otrora se
alzaran viviendas y donde ahora alfombraba una floresta silvestre que irisaba
de pétalos las ruinas del ladrillo y de
la cal.. El Viejo de los pájaros era
un hombre que no frecuentaba ni iglesias ni cantinas. Y cuando alguien se
dirigía a él, bien para saludarle, bien para pedirle que arreglara algún reloj
o transistor, se limitaba a asentir con
la cabeza y a musitar por lo bajo “Mandaré
a la niña a recogerlo”. Rebeca no me soltaba, remolcándome como si quisiera asegurarse de que no fuera a
memorizar el alocado zigzag de aquella carrera siempre ascendente.
Al fin se
detuvo ante una puerta vieja como el mar mientras se aliviaba de la mochililla azul
que había portado a la espalda. Sacando un manojo de llaves hizo chirriar la
casi innecesaria cerradura y entramos en la Pajarera.
Un violento
aleteo hizo vibrar el aire con violencia. Cientos de pájaros de todos los
tamaños y colores sobrevolaron nerviosos ante los extraños. No tengas miedo, me
dijo, y empezó a bajar las escaleras con soltura indicándome que la siguiera.
El olor ácido al excremento repartido por doquier era denso como un perfume
espeso y caduco. Habíamos entrado por la puerta del piso superior. Había sido una
casa de dos plantas. No tenía división horizontal ahora, por lo que desde el piso
bajo hasta las aguas del tejado bien pudiera haber sus buenos doce metros de
altura. Por las cuatro paredes pendían viejas vigas y postes atravesados para
que los cientos de aves que infestaban el aire se posaran a coger fuerzas.
Todas las ventanas estaban abiertas pues no había marcos ni hojas con las que
entornarlas. No eran sino los huecos que un día vistieran visillos y que ahora
se convertían en gigantescas troneras para que palomas, jilgueros y tordillos
entraran y salieran a sus anchas. No hay jaulas, le dije, creí que iba a ver
cientos de jaulas. Mi padre no cree en ellas, y mientras esto decía, Rebeca
sacó de la mochila los saquitos de alpiste y de fruta picada para llenar con
ello las jardineras donde ya empezaban a arremolinarse una algarabía atronadora
de aleteos y chillidos.
Eugenio del Río había enfermado, y aquella fue la
primera de las muchas ocasiones que acompañé a su hija a la Pajarera para llevar el alpiste. El Viejo de los pájaros no volvería ya más. Lo que pareció un
cálculo biliar trocó en cáncer de hígado y a los seis meses Eugenio voló de
este mundo. Tras el funeral, la desconsolada niña quiso dar de comer por última
vez a las aves, me dijo, y clausurar así un sueño. Yo la seguí en silencio
hasta el viejo portón. Teníamos doce años, y cuando la locura del rancho aviar
estaba en su apogeo, Rebeca rompió a llorar convulsamente cubriéndose el rostro
con las manos. Siempre me he repetido que aquél hubiera sido el momento de
abrazarla y besarla por vez primera sorbiéndole la sal a su dolor. Pero me
quedé como un sonso en un rincón contemplando la salvaje esgrima de picos
y patas por llegar antes al condumio.
Otro altar
que Rebeca me desveló tras la muerte de
su padre fue el Hospital de los Transistores. Eugenio resultó ser de nuevo un
hombre sorprendente. Las aves y los aparatos de radio era todo lo que
necesitaba para ocupar su ocio tras volver de la cantera en la que oficiaba de
guardián del fortín de la dinamita. Una vez dejada el arma en el armario,
Eugenio comía con su mujer, jugaba y hablaba con su hija, para cuidar el resto del tiempo de sus alados
amigos y para recomponer las tripas descompuestas de los transistores y relojes
que traían los vecinos.
El Hospital
resultó ser un cuartillo oscuro donde se acumulaban cientos de aparatos de radio
de todos los tamaños. Rebeca me lo enseñó con la tristeza encaramada en los
ojos y tremolando en la voz.
Los pájaros
volaron o murieron de hambre cuando dejaron de encontrar comida en las
jardineras. La Pajarera se tornó silenciosa entonces, asemejándose a un viejo galeón varado en la
arena que echara de menos los peces acariciándole la quilla. Al año, Rebeca
también tuvo que volar con su madre hasta Barcelona, e intuimos que quizás ya
no nos volviéramos a ver nunca más. Aunque para los doce años que contábamos
quizás fuera mucho suponer esa reflexión del ahora, del nunca o del para siempre.
La locura
que se me ocurrió para despedirme, fue la de vaciar el Hospital y llevar las
radios a la Pajarera. Diseminamos todas por cada rincón. Llegamos a encaramarlas
hasta los palos y vigas más altas. Nos gastamos un dineral en pilas, y
sintonizamos todos los diales con Radio 3, que era lo que escuchaba mi hermano.
Fue algo maravilloso escuchar con una estereofonía endiablada el “Bohemian Rhapsody” de Queen. Nos
clavamos en el centro mismo del solar, y disfrutamos de varios minutos más del Diario Pop de Jesús Ordovás , hasta que
por fin, nos decidimos por el beso. Ahora sí. El beso que Rebeca del Río me dio en La Pajarera,
mientras sonaba “Simple Man” de Bad Company. La saliva del beso de aquella niña se
mezcló con el salitre de sus lágrimas, y el aroma de su cuerpo cercano suavizó
el agrio olor del guano que la lluvia de aquellos días no había dejado que se
secara del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario