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La mejor postura antiálgica

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lunes, 30 de abril de 2012

ZOMBIKE



Me olvidé el móvil y de ello me di cuenta pasados ya sus buenos diez o doce kilómetros, pero de ninguna manera iba a volver atrás. No recordaba ningún teléfono de memoria, todos guardados en las tripas de la dichosa Blackberry, así que de tener algún percance, no podría llamar a nadie por más que algún alma caritativa se prestase a dejarme su teléfono ante una emergencia. Con las prisas por salir a una hora que me permitiera volver cuando aún fuera de día, tampoco cogí la cartera con el billete de diez euros que en ella me quedaba. Incomunicado pues,  y sin dinero, pretendía rodar unos cuarenta kilómetros bajo la lluvia, hacer un entreno por asfalto, llaneando por carreteras secundarias y hasta terciarias, desde luego no por caminos de tierra, donde con el agua constante de los últimos días el barro se pegaría a las ruedas de Scott como algodón a velcro.
La lluvia era constante, pero no siendo torrencial me fui acostumbrando a ella. Desde Bañares tiré para Villalobar siempre bajo la leve cortina del orvallo. El anorak hacía su función, y aunque por mi barbilla caía un hilo de agua, el incesante pedaleo me mantenía en calor:
Había salido a eso de las siete y media de San Torcuato, pero la luz era tan indeterminada debido al plomizo tono de las nubes que en todo momento parecía a punto de anochecer.
Los trigos jóvenes, y hasta la rodilla de enhiestos, agradecían este aguacero que iba durando una semana sin descanso. A izquierda y derecha el cereal cambiaba sus tonos verdes (siempre oscuros bajo los nubarrones), y a veces dejaba espacio a enormes áreas de guisantes, más bajos y modestos. De Villalobar el camino me llevaba a Grañón, y una vez llegado al cruce de la General ya decidiría allí si seguir derecho o virar a la izquierda, hacia Santo Domingo por la carretera nacional. Ahora iba fino, a una media de veinte kms/ hora por el asfalto irregular de una carreterilla desierta. El paisaje era rotundo, mate, con las nubes pesadas y bajas aplastándome el corazón. Por momentos la lluvia arreciaba chocando contra el casco con una percusión atronadora. A pesar de todo, de vez en cuando me iba cruzando aquí y allá con alguna pareja que había dejado el coche en alguna cuneta y repasaban los arcenes con bastones en busca de caracoles.

Avisté el cruce unos trescientos metros antes de llegar a él. Los coches iban a una velocidad endiablada  por la General, y a pesar de que ya llevaba al menos hora y media ciclando, y de que la luz cada vez era más mortecina, decidí no tomarla, y seguir cuesta arriba hacia Grañón para evitar el tráfico y volver luego por el Camino de Santiago. Me llevaría más tiempo, pero también iba a ir más seguro evitando el riesgo de camiones y kamikazes.
Ascendiendo, la pista pobremente asfaltada se incrusta en un leve valle que la oculta del todo, y se somete a la espalda de la pequeña loma que llamán El Pezón de Grañón. Allí, y en aquella hora, sientes que el aire se enrarece, y rezas para que las gomas aguanten y no te obliguen a arreglar ningún pinchazo en aquel páramo.
 Un par de curvas y te adentras aún más en el valle. Mejor decir que te hundes en él. Nadie en su sano juicio se aventuraría hoy, a esta hora, con esta luz de pesadilla, y con este aguacero a cruzar por estos caminos. Voy muy lento, es todo cuesta arriba. Cambio a plato pequeño y pongo el piñon al medio. Jadeo. De pronto, el corazón se me acelera cuando diviso a trescientos metros más arriba algo metálico semioculto por los matorrales. Un coche. No habría de qué preocuparse sin embargo. Estarán buscando caracoles como en Villalobar. Aunque la quietud del enclave, la soledad y el color mortecino del día que se va no apaciguan mi cardiograma.

Un automóvil en lo más cerrado de este valle, a espaldas del Pezón, como queriendo hurtarse de miradas indiscretas, bajo el torrencial aguacero que va descargando más y más agua a medida que me aproximo. La luz desciende debido a la panza oscura de esta nube que me malquiere. En un lento trávelín que me acerca, voy atisbando poco a poco el cuerpo del auto mordido por los saúcos y las zarzas. El flanco izquierdo está libre, veo la puerta, las ventanillas, el interior oscuro, y avanzo moroso, pesado. Me gustaría aligerar, apurar, pero el desnivel es más fuerte en este punto. Casi a velocidad de peatón artrítico me pongo perpendicular al morro del BMW. Es un X6, negro y brillante bajo el agua. Oigo el repiquetear de las gotas sobre la pintura negra metalizada. Es entonces cuando veo el bulto, en el lado derecho del coche, en el suelo, sobre un charco en ebullición por el bombardeo de las gotas. Dos figuras borrosas, una sobre la otra, como haciéndose el amor -si fueran otras las circunstancias. La de abajo inmóvil, inerte, mientras que el que la cabalga tiene hundida la cabeza  en su regazo, en su pecho o en su cuello. No sé por qué me detengo. No me han oído con el estruendo del aguacero. Qué hago mirando. Mi corazón está bravío queriendo saltar por la boca, latiendo alocado casi al borde del infarto. No es normal esto que estoy mirando. Algo me va a pasar, me digo. ¡Huye!. Pero muy al contrario, por entre mis dientes se escapa un leve y mortecino “¡eh, oigan!” inaudible. El hombre, indiferente a mí, mueve su cabeza sobre la otra figura como lamiéndola, besándola, dedicándose amante al cuello de su pareja. Son figuras oscuras, vestidas, empapadas inexplicablemente a los pies del coche, no dentro, no en la seguridad de un cálido interior de lujo con música suave. No me sienten, no me oyen, no me saben. Mi terror va en aumento aferrado a Scott como si Scott pudiera salvarme de estar allí, aunque igual sí, si se me ocurriera girar ciento ochenta grados y bajar como un rayo lo que se me hacía como un muro en la subida. Pero no. Estoy petrificado contemplando la escena sin ser yo, sólo mi terror. No noto la lluvia lijándome la cara, estoy seco y ardiendo bajo el sol abrasador e infernal de un desierto de arena. Solo, más solo de lo que nunca me he sentido, y vulnerable. Entonces se abre la puerta del coche, y al momento el íncubo responde al ruido metálico y yergue su cabeza para fijar sus ojos en mí, como si hubiera sabido desde siempre de mi presencia y esperara la señal de la puerta. Me clava unos ojos de pupilas inyectadas, encendidas, frías sin embargo, y rojas como la sangre que le cae desde la boca en reguero carmesí sobre el cuello abierto de la chica inerte y acuática que cabalga.


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