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La mejor postura antiálgica

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sábado, 3 de noviembre de 2012

NEBRASKA






De Lekerika salió Inocencio el año 35, así que la guerra la vivió de forma borrosa por las cartas que irregulares le llegaban y a las que, de todas formas, no hacía mucho caso. Desembarcó en California agotado por la distancia y  desencantado por la pobreza en la que encontró a su primo Kepa. Estuvo pastoreando con él cuatro meses en las tierras que rodeaban el pueblo de Modesto, para abandonar finalmente a su mentor (con el que no llegó nunca a llevarse ni templado) y largarse al fin a Nevada con un grupo de paisanos oriundos de Markina. No le fue mucho mejor allí, en el condado de Tuscarora, seguramente por su arrogancia y autosuficiencia, que no le ayudaban a tratar con sus semejantes sin acabar albergando desconfianzas y rencores.  Abandonó pues, también, lo que empezaba a ser el Spanish Ranch, y partió largo hasta llegar a Nebraska. Atravesó las Rocosas en vagones de mercancía, temiendo por sus ahorros de meses de pastoreo cada vez que el tren se eternizaba por los oscuros y larguísimos túneles subalpinos
.
Compró ganado. Cuarenta y dos ovejas. Y solo, sin necesitar de nadie, fue ampliando el rebaño, y construyendo lenta y torpemente lo que al principio no fue sino una  borda de ladrillos de adobe, para luego ir convertiéndolo en un remedo de caserio, como los que recordaba de sus escapadas por Aulesti y Nabarniz.
Se asentó en el condado de Dawes, a las afueras de Chadron, cerca del río Niobrara, y se fue dando a conocer a duras penas, por "el vasco”, que fue convirtiéndose en una voz sinónima de pastor, o “shepherd”. Los pocos que le dirigían la palabra por causas mercantiles, es decir los que le pagaban la lana, o los que le vendían el alambre y otros aperos, le llamaban por su nombre, algo así como “Ínosens”.  De entre los escasos pobladores de aquel poblacho en ciernes, fue sintiendo predilección por esos vagabundos que, como apestados tristes, deambulaban con desidia por las calles de la ciudad, un poco borrachos, sucios y alucinados.
 Eran los indios Pawnee, antiguos señores de aquellas tierras,  a las que llamaran mares de hierba, y donde pastorearon –no hacia tantos años-  a su manera, enormes rebaños de búfalos. Al igual que Inocencio, que había perdido todo el derecho a la tierra del padre -en favor de su hermano primogénito-, lo que le había obligado a emigrar, ellos habían sido desposeídos también, aunque de forma más violenta y ultrajante desde luego. Y se habían convertido en gitanos, en húngaros como los que recordaba haber visto la única vez que fuera a Bilbao a vender verduras en el mercado de El Arenal. Fue contratando a alguno de aquellos indios como mozos aprendices, y no le fue mal.
 Itsaso
Inocencio acudía al burdel de Chadron una vez al mes, y allí se encaprichó de una de sus putas  que tenía algo de sangre india, de la tribu de los Otoe, a la que llamaba Itsaso, porque le fue imposible pronunciar ni recordar el nombre que le pusieron al nacer,  “Xra Da Me Wiupimi”.
Cuando quedó embarazada le hizo entender que era por su culpa, y al morir de un chancro, Inocencio se hizo cargo del chico y se lo llevó a su rancho. Quiso al hijo porque sabía que era suyo, y lo llamó Mikel, y se desvivió por sacarlo adelante. Le fue enseñando a esquilar y a ordeñar, a mamporrear cuando no salía de los animales el apareo, a perderse por los montes con el rebaño y a volverse a encontrar. A espantar a los coyotes, y a orientarse en las noches claras. Mikel se reía cuando veía a su padre pelar una manzana en una sola monda, y le gustaba escuchar los viejos cuentos de los pastores indios que hablaban de otros tiempos en los que las ovejas eran grandes como “wagons” y se llamaban bisontes, o también “dadores de vida”, y eran los rebaños los que movían a los hombres y no los hombres a los rebaños. Podía quedarse sin dormir cuando escuchaba antiguas historia de caza e,n las que los hombres nadaban por la hierba y las piezas
eran objeto del mayor de los respetos cuando eran abatidas por los Lakota, Sioux, Otoe, Omaha, o por los Ponca.
Aprendió palabras otoe-missouria, y su padre observaba atónito cómo Mikel prefería el incompresible galimatías de los gitanos indios al euskera que torpemente intentaba enseñarle.
También los Otoe le inculcaron el amor a la praderas y a los caballos. La sangre de su madre suavizaba su carácter y lo convertía en un niño paciente, abierto y prudente. Cabalgaban a menudo, con las ovejas y sin ellas, por mero placer de ver a lo lejos las tormentas secas con sus rayos devastadores, y los tornados como dedos de dioses que borraban todo a su paso.
Cuando murió, Mikel tenía once años. Inocencio  treinta y cinco, y ya estaba cansado y viejo como cualquier pastor a esa edad. Convencido por los viejos indios, incineró el cadáver del niño en una ceremonia al ocaso, donde rodeado de cánticos funerarios y acosado por las lágrimas y por el dolor, creyó estar viviendo una extraña pesadilla.
Las cenizas se mezclaron con la madera olorosa del promontorio que hacía de altar, y también con la arena seca de Nebraska. Las guardó en una vasija de cerámica pawnee, y hasta que no pasaron doce meses no se atrevió a abrirla, mirar los restos de su hijo y hundir las manos en aquella arena caliente. Al sacarlas, vio que algo se retorcía con elegancia lenta por entre los granos de ceniza. Un pequeño gusano, blanco como una cuajada fresca, le hizo soñar con la idea de las transmigraciones, de las reencarnaciones y de los karmas compensatorios. Los viejos, que se consideraban abuelos de Mikel, le apoyaron en su locura y le instruyeron en cómo hacer para devolver al joven a la vida. Un turpial gorjeador fue traído en una jaula escasa de barrotes de madera. Inocencio vio un pequeño pájaro de pecho amarillo limón y con una uve negra en la garganta. Les dejó hacer a los indios y se extasiaba con la idea que le habían prometido. En un teepee de atmósfera espesa por el humo de las hierbas sagradas, se celebró la ceremonia, de nuevo trufada de cánticos y danzas lacias y desganadas. El pajarillo, ávido por el ayuno de días, se alimentó con el pequeño gusano, tan rápido que a duras penas los ojos pudieron verlo. En un inglés balbuceante le hicieron saber que Mikel estaba ahora en el pájaro. Tras un instante de nuevos cánticos, se volvió a abrir la piel que hacía de puerta del teepee, y alguien trajo un coyote dulce, amaestrado, amigo de los Otoe. Ataron una pata del turpial a una pequeña estaca en el suelo para que no pudiera escapar, y al mover sus alas el perro se abalanzó sobre él para, de un solo bocado, desaparecer al pajarillo. Ahora tu hijo es el coyote, le dijeron a Inocencio los indios metidos a sacerdotes. El pastor vasco ya no sabía si había de esperar que entrara otra alimaña para comerse a el coyote, o si vendría un niño para matar al perro, o qué. Pero no, todo se detuvo. Los oficiantes consideraron que la transmisión había llegado al punto deseado, y le regalaron a Inocencio el animal con el alma de su hijo. Algo que era muy poco corriente, y que él había tenido la enorme fortuna de poder lleva a cabo.
Mikel

Inocencio estuvo a punto de aovejarse, que era como llamaban allí a volverse uno loco por la soledad del oficio. Pero Mikel le fue salvando de hundirse en la demencia gracias a sus carreras y a sus aullidos de perro-lobo-niño.
En 1961 consiguió la residencia legal en aquella su tierra de acogida gracias a una ley emitida por el congreso y ratificada por el presidente Lyndon B. Johnson para incorporar a los pastores sin papeles en la vida social de los Estados Unidos de América.
Por las tardes, tras volver de cabalgar seguido de Mikel para ver las tormentas o los tornados, el de Lekerika se sentaba en su porche a pelar una pieza de fruta, mientras el avispado coyote observaba hipnotizado, esgrimiendo un gesto cercano a la sonrisa, cómo conseguía siempre su padre desnudar la pieza dejando una sola y única monda larga como un muelle.