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La mejor postura antiálgica

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sábado, 16 de noviembre de 2013

MANUEL








Hoy he visto a Manuel  bajo la lluvia. Vestía una gabardina de tiburón de banesto sobre un traje del que sólo se vislumbraba el nudo italiano de una corbata carmesí. Portaba un maletín donde a buen seguro,  entre la documentación tediosa de los créditos que esté gestionando en el banco, se esconderá una suculenta novela .
Hacía mucho que no me topaba con él. La última vez  en Ezcaray cuando el azar lo llevó con unos parientes a sostener una copa de vino en la terraza del Masip. Y la anterior, cerca ya de veinte años atrás, en un restaurante de Vara de Rey, en Logroño. El comía con unos clientes  del Banco Pastor para el que trabajaba, y yo rumiaba mi soledad sobre un plato de caparrones del que luego pasaría el ticket a Heinemann Iberia.
Poco tiempo atrás habíamos terminado con la universidad. Sólo coincidimos como compañeros durante los primeros dos años de aquella etapa . Luego él dio un giro copernicano cambiándose de facultad, de provincia y de novia. Pero aquellos dos cursos fueron los suficientes como para dejarme una muy buena  impronta de su influencia y poso.
Manuel y María se conocieron probablemente  el primer día de clase. Ese en el que todos nos quedábamos atónitos con los ambientes y espacios nuevos,  ese en el que ellos seguramente hicieron otras prospecciones más personales que les llevaron a llamarse uno a otro Manuel, María, con una gracia, cadencia y sensualidad como de viejos amantes. En un tiempo en el que los nombres se apocopaban, o se habían dejado contaminar por la euskerización imperante, o se sustituían por los apellidos, escucharlos por los pasillos, por la cafetería o por las bibliotecas cómo Manuel llamaba a María, cómo María llamaba a Manuel,  era un gesto cotidiano que aparentemente no llamaba la atención, aunque estoy seguro de que a todos nos contagiaba una pertenecía a esa nueva realidad que empezaba a ser el conocerlos.
Esta mañana cuando lo he visto bajo la lluvia se desplazaba  con abandono y  firmeza a un tiempo.  Sin fruncir el enterecejo por el molesto txirimiri afrontaba los primeros minutos del día con el aplomo de un par de cafés cargados. Su rostro me ha trasladado  a aquella tez atractiva y juvenil con la que vestía los silencios antes de soltar la gracia, la crítica caústica o el empellón verbal.
Creamos durante el primer año con los Pueyo,  Larrea, Eneko y él mismo, una revista de aciago título: “Rúbricas de humo y cristal”. Queríamos imponer nuestras influencias mamadas en nuestros respectivos institutos, y sorprendernos mutuamente   los unos a los otros con el pergeño más atroz en verso libre, o con el embaucador y sibilino plagio en terceto encadenado.  Manuel, se distanciaba de la lírica empero, la aborrecía y denostaba. Aún así, en enero, por mi vigésimo aniversario, me confesó que encontraba alguno de mis versos no del todo desdeñables. Tal arrogancia y displicencia en su crítica, la acompañó con un regalito cuyo envoltorio no podía ocultar su contenido. Se trataba de “Monkton el loco”, de Wilkie Collins, al que había incorporado una dedicatoria animándome a que saliera del anodino surco lírico para descubrir el mundo de la prosa infinita y llena de posibilidades.
Aún guardo aquel volumen en los estantes, al que se le fueron sumando a diestra y siniestra “La piedra Lunar”, y “La Dama de Blanco”. 



Entré cervezas y vinos, apostados en algún rincón de la cafetería de la universidad nos fuimos encontrando y confesando nuestras filias y fobias literarias. Recuerdo indeleble una tarde en la que nos narramos con voz entusiasta los argumentos de sendos cuentos con los que estábamos manchando algunos folios dignos de mejores caletres.
En el suyo, un niño vestido de marinero y rodeado de regalos ansiaba en la soledad de su cuarto que no se acabara el día de su comunión sin percibir algún cambio en su espíritu tras haber ingerido a un ser sobrenatural. La decepción y el engaño se confundían con la pérdida de la inocencia. La impostura se adueñaba de toda la doctrina recibida y el niño apostataba en  soledad mientras la rabia y la rebeldía se hacían fuertes en su mente.
El mío rezumaba  Cortázar por los cuatro costados.  La familia se acicalaba con sus mejores galas  un soleado domingo por la mañana; dejaba la casa y partía en coche para  dirigirse al domicilio de la tía… (no recuerdo el nombre de la tía, probablemente Beatriz, o Ambrosia)  donde ya iban llegando el resto de parientes. Todos contaban con una invitación donde se les apremiaba a que acudieran para despedirse de la anfitriona. Esta había decidido morirse aquél día  a una hora en concreto de la tarde, por lo que había organizado un opíparo festín de despedida. La familia se disponía a aguardar su turno guardando  una luenga fila hasta que les tocaba el turno y le dispensaban todo su amor con arrobadas palabras. Tras la fiesta, en el jardín, ella se retira a sus aposentos mientras, abajo,  en silencio todos aguardan a la sombra de los tamarindos,  bajo las carpas y en el refugio de los veladores  que la entrañable mujer se fuera apagando lentamente tal y como se había comprometido.

Al dejar la universidad durante el segundo año para irse a la facultad de comercio, nos dejó algo huérfanos de gente interesante. La mediocridad y mezquindad imperante entre alumnos y profesores se fue convirtiendo en la tónica así que fue agostándose la carrera, y ello nos fue haciendo ver quizás la clarividencia de Manuel a la hora de abandonar el bote para subirse a otra nave.
El lomo blanco y delgado de “Monkton el loco” entre los estantes siempre a la vista, es mi particular Libro de Manuel, con la venia de Don Julio Cortázar.
Salud Manuel, que no buscas amparo ni cobijo bajo la lluvia de este miércoles de noviembre.

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