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La mejor postura antiálgica

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sábado, 1 de febrero de 2014

¡AY SEÑOR!








Antes de ayer  fue mi cumpleaños. En la ducha, un -no voy a decir que molesto- prurito me  obligó a prestar total  atención a la punta de mi pene.  De allí salía, directamente del orificio, un pelo negro como la noche y de un calibre tal que me obligó a no pasarlo por alto. En un primer momento, ese análisis rápido que tiene lugar en el cerebro tras un vistazo fugaz al acontecimiento me hizo suponer que no se trataba sino de un cabello desprendido de mi larga melena, pero al asirlo y tirar de él con el gesto fútil del que no espera más efecto que el que le dicta la física básica, comprobaría que se trataba de otra cosa.
Recuerdo que en ese preciso instante empezaban a sonar las señales acústicas de las felicitaciones en mi móvil.
A falta de amigos verdaderos que  se acuerden de mí sentida y fielmente en el día de mi aniversario, vinieron a caldearme la mañana las páginas webs  en las que un día metí la fecha de mi nacimiento como requisito de sus indiscretos formularios de inscripción para darme de alta.
Sin embargo, tal repiqueteo sonoro no abstrajo mi atención de la punta de la polla. De allí seguía asomando el filamento oscuro, y por más que tironeaba, ahora haciendo pinza con el índice y pulgar de la mano, lo único que conseguía era extraerlo cada vez más del pequeño zulo donde se había metido. El agua me empapaba por completo, y se arremolinaba para caer en chorros por los ángulos de los codos o por las turgencias de mis huevos: dos testículos enormes como potras que me había dado dios hipertrofiados para compensar el corto tubo mingitorio y amador por el que ahora salía ese vello insidioso y terco. Una novia que tuve, estudiante de filosofía,  los bautizó socarronamente Ortega y Gasset, quizás como queriendo ver una relación entre La Rebelión de las Masas y aquella masa rebelde que se obstinaba por salir más allá del límite escrotal.

El pedúnculo cedía sin ofrecer demasiada resistencia, y se iba como desenrollando de un carrete de pesca que morara en mi vejiga, liberándose ante mi total perplejidad; saliendo y saliendo hasta que el extremo que primero asomara a tan sólo unos centímetros de mi prepucio, se encontraba ya casi tocando la cerámica anegada de mi plato de ducha, lo cual desechaba por completo la primera conjetura de su origen capilar, dado que en ningún caso un pelo que midiera aquellos buenos treinta centímetros podría pertenecer a morador alguno de aquella casa. Carina incluso lucía una cabellera más corta que la mía, y para más datos desestimativos, era rubia como el oro falso.
Pero qué locura era aquella. ¿Tenía acaso que alarmar a Carina que yacía totalmente dormida en la cama para que participara del estupor? No hacía ni tres horas que fue ella la que me despertó  para darme su primer regalo de cumpleaños. Siempre hacía lo mismo desde que nos conocimos; desde que le dije que yo había nacido exactamente a las cinco de la madrugada de aquel  domingo  treinta de enero del sesenta y seis: ponía su despertador a esa hora y se aplicaba a hacerme una felación que me rescataba dulcemente del sueño  cuando ya estaba la polla tan dura como el pan viejo de tres semanas. Ortega y Gasset empezaban entonces a poner en práctica toda su capacidad de convocatoria y reunían sus buenos veinte centilitros de esperma, caldeándolos hasta unos diecinueve grados fahrenheit, que Carina se aprestaba  a tragar rechupeteando el continente una vez que del regalo ya no quedaba ni pizca del envoltorio, ni del lazo, ni de la robustez  que lo adornaran.
Y aquel desazonante hilo de Ariadna seguía soltando carrete así que yo iba tirando de él con la suavidad que dictaba mi precaución y desamparo. Sin solución de continuidad ya se iba recogiendo sobre el plato de ducha como una maroma de un muelle mercante de tercera,, como el hilván que pespunteara las pruebas de un traje mortuorio, como una olvidada soga de sokatira, triste bajo la lluvia, mientras los participantes corrieran a cobijarse bajo el alero de la ermita.
Y el dolor llegó sin aviso entonces. Un dolor que arrancó no voy a decir que de un punto en concreto de mi interior, sino de todos ellos. No fue que al hacer tope y al tirar, la resistencia encontrada desgarrara algún tejido al que estuviera sujeto el pelo. No, no un tejido concreto. No un punto concreto de mi cuerpo. Si no todos. Todos los rincones que escondían mi piel estaban conectados a esa cuerda que salía de mi polla. Todos los órganos de esos rincones, cada fibra muscular, cada tendón,  vaso capilar,  neurona,  célula, ribosoma, cada vacuola, átomo, electrón, quark de mi cuerpo tenía una ramificación vellosa que conectaba con el puto pelo principal que me salía del pito. El dolor descomunal, desproporcionado, inhumano me doblego de rodillas y perdí el conocimiento durante dos, tres segundos que quizás parecieron eones. Busqué la sangre que tal terremoto sensitivo habría provocado. Un derrame hematocrítico que me vaciaría de vida anegando el plato de ducha como una copa bautismal que llenara Brian de Palma en la escena del baile de fin de curso de Carrie. Pero no había nada. El agua limpia seguía cayendo sobre mi cuerpo violado por el terrible suplicio. El cable que me ataba al dolor residual seguía allí, ovillándose junto a mis rodillas hincadas, saliendo de mi pene aparentemente incólume, a no ser porque dejara salir de su cañito el infausto cordel que no me soltaba.
Cerré la llave del agua. Me sequé lo mejor que pude intentando no enrollarme con el larguísimo pelo, no hacer un nudo con aquel oprobio que me iba retrasando en mis tiempos matinales ya más de media hora. Decidí liármelo alrededor de la pierna izquierda con la delicadeza y el empeño necesario como para no volver a despertar el dolor telúrico y visceral que casi me había matado.  Eran casi tres metros de tenue pero resistente cabello lo que llevaba enganchado al muslo como si de un medieval cilicio se tratara. Con sorpresa comprobé que se ajustaba anatómicamente a la piel de modo que no tuve que fijarlo o atarlo para que no se moviera . Me vestí con prudencia, en silencio. Carina dormía plácidamente.  Una fugaz resolución me instó a lanzarme a la cocina, al cajón de los cubiertos y acabar con aquella locura usando las tijeras de acero. Pero algo me hizo desistir. Algo que posiblemente viniera del centro del cálido abrazo con el que aquel cable se aferraba a mi pierna. Algo amable y disuasorio, mental y capilar a un tiempo, insoportablemente híbrido y aterrador, sí, pero funcional y resolutivo.
Llevo tres días con el cabello atornillándome el muslo. Creo que paulatinamente surgen del caño de la orina de cinco a diez centímetros nuevos de cordel  al día. Se va girando casi imperceptible en un movimiento envolvente como si fuera enroscándose en mí el sinfín de un tornillo. No me pregunten cómo orino. Déjenme ocultarles el oprobio y la indignidad de ese acto rutinario. Con desdenes y excusas estúpidas voy ocultándole a Carina la visión de mi pene vejado y de mi pierna izquierda. No sé cuánto aguantaré hasta que se dé cuenta. Pero por ahora no quiero que nadie vea el abrazo cálido de ese cabello negro. La sensación acaba por ser más que agradable, casi placentera, aunque por momentos  noto que se vaya apretando de a poco. Algunas zonas se están oscureciendo como con manchas de hematoma. Noto el placer que pudieran sentir lo antiguos eremitas. ¿Será esta una nueva forma de santidad? ¡Ay Señor!

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