Antes de ayer fue mi
cumpleaños. En la ducha, un -no voy a decir que molesto- prurito me obligó a prestar total atención a la punta de mi pene. De allí salía, directamente del orificio, un
pelo negro como la noche y de un calibre tal que me obligó a no pasarlo por
alto. En un primer momento, ese análisis rápido que tiene lugar en el cerebro
tras un vistazo fugaz al acontecimiento me hizo suponer que no se trataba sino
de un cabello desprendido de mi larga melena, pero al asirlo y tirar de él con
el gesto fútil del que no espera más efecto que el que le dicta la física básica,
comprobaría que se trataba de otra cosa.
Recuerdo que en ese preciso instante empezaban a sonar las señales acústicas de las
felicitaciones en mi móvil.
A falta de amigos verdaderos que se acuerden de mí sentida y fielmente en el
día de mi aniversario, vinieron a caldearme la mañana las páginas webs en las que un día metí la fecha de mi
nacimiento como requisito de sus indiscretos formularios de inscripción para
darme de alta.
Sin embargo, tal repiqueteo sonoro no abstrajo mi atención
de la punta de la polla. De allí seguía asomando el filamento oscuro, y por más
que tironeaba, ahora haciendo pinza con el índice y pulgar de la mano, lo único
que conseguía era extraerlo cada vez más
del pequeño zulo donde se había metido. El agua me empapaba por completo, y se
arremolinaba para caer en chorros por los ángulos de los codos o por las
turgencias de mis huevos: dos testículos enormes como potras que me había dado dios
hipertrofiados para compensar el corto tubo mingitorio y amador por el que ahora
salía ese vello insidioso y terco. Una novia que tuve, estudiante de filosofía, los bautizó socarronamente Ortega y
Gasset, quizás como queriendo ver una relación entre La Rebelión de las Masas y
aquella masa rebelde que se obstinaba por salir más allá del límite escrotal.
El pedúnculo cedía sin ofrecer demasiada resistencia, y se
iba como desenrollando de un carrete de pesca que morara en mi vejiga, liberándose
ante mi total perplejidad; saliendo y saliendo hasta que el extremo que primero
asomara a tan sólo unos centímetros de mi prepucio, se encontraba ya casi
tocando la cerámica anegada de mi plato de ducha, lo cual desechaba por
completo la primera conjetura de su origen capilar, dado que en ningún caso un
pelo que midiera aquellos buenos treinta centímetros podría pertenecer a
morador alguno de aquella casa. Carina incluso lucía una cabellera más corta
que la mía, y para más datos desestimativos, era rubia como el oro falso.
Pero qué locura era aquella. ¿Tenía acaso que alarmar a
Carina que yacía totalmente dormida en la cama para que participara del
estupor? No hacía ni tres horas que fue ella la que me despertó para darme su primer regalo de cumpleaños.
Siempre hacía lo mismo desde que nos conocimos; desde que le dije que yo había
nacido exactamente a las cinco de la madrugada de aquel domingo treinta de enero del sesenta y seis: ponía su
despertador a esa hora y se aplicaba a hacerme una felación que me rescataba
dulcemente del sueño cuando ya estaba la
polla tan dura como el pan viejo de tres semanas. Ortega y Gasset empezaban
entonces a poner en práctica toda su capacidad de convocatoria y reunían sus
buenos veinte centilitros de esperma, caldeándolos hasta unos diecinueve
grados fahrenheit, que Carina se aprestaba a tragar rechupeteando el continente una vez
que del regalo ya no quedaba ni pizca del envoltorio, ni del lazo, ni de la
robustez que lo adornaran.
Y aquel desazonante hilo de Ariadna seguía soltando carrete así
que yo iba tirando de él con la suavidad que dictaba mi precaución y
desamparo. Sin solución de continuidad ya se iba recogiendo sobre el plato de
ducha como una maroma de un muelle mercante de tercera,, como el hilván que
pespunteara las pruebas de un traje mortuorio, como una olvidada soga de sokatira, triste bajo
la lluvia, mientras los participantes corrieran a cobijarse bajo el alero de la
ermita.
Y el dolor llegó sin aviso entonces. Un dolor que arrancó no
voy a decir que de un punto en concreto de mi interior, sino de todos ellos. No fue
que al hacer tope y al tirar, la resistencia encontrada desgarrara algún tejido
al que estuviera sujeto el pelo. No, no un tejido concreto. No un punto
concreto de mi cuerpo. Si no todos. Todos los rincones que escondían mi piel
estaban conectados a esa cuerda que salía de mi polla. Todos los órganos de
esos rincones, cada fibra muscular, cada tendón, vaso capilar, neurona, célula, ribosoma, cada vacuola, átomo, electrón, quark
de mi cuerpo tenía una ramificación vellosa que conectaba con el puto pelo
principal que me salía del pito. El dolor descomunal, desproporcionado,
inhumano me doblego de rodillas y perdí el conocimiento durante dos, tres
segundos que quizás parecieron eones. Busqué la sangre que tal terremoto
sensitivo habría provocado. Un derrame hematocrítico que me vaciaría de vida
anegando el plato de ducha como una copa bautismal que llenara Brian de Palma
en la escena del baile de fin de curso de Carrie. Pero no había nada. El agua
limpia seguía cayendo sobre mi cuerpo violado por el terrible suplicio. El cable que me ataba al dolor residual seguía allí, ovillándose junto
a mis rodillas hincadas, saliendo de mi pene aparentemente incólume, a no ser porque
dejara salir de su cañito el infausto cordel que no me soltaba.
Cerré la llave del agua. Me sequé lo mejor que pude
intentando no enrollarme con el larguísimo pelo, no hacer un nudo con aquel
oprobio que me iba retrasando en mis tiempos matinales ya más de media hora.
Decidí liármelo alrededor de la pierna izquierda con la delicadeza y el empeño
necesario como para no volver a despertar el dolor telúrico y visceral que casi
me había matado. Eran casi tres metros
de tenue pero resistente cabello lo que llevaba enganchado al muslo como si de
un medieval cilicio se tratara. Con sorpresa comprobé que se ajustaba
anatómicamente a la piel de modo que no tuve que fijarlo o atarlo para que no
se moviera . Me vestí con prudencia, en silencio. Carina dormía plácidamente. Una fugaz resolución me instó a lanzarme a la
cocina, al cajón de los cubiertos y acabar con aquella locura usando las
tijeras de acero. Pero algo me hizo desistir. Algo que posiblemente viniera del
centro del cálido abrazo con el que aquel cable se aferraba a mi pierna. Algo
amable y disuasorio, mental y capilar a un tiempo, insoportablemente híbrido y
aterrador, sí, pero funcional y resolutivo.
Llevo tres días con el cabello atornillándome el muslo. Creo
que paulatinamente surgen del caño de la orina de cinco a diez centímetros
nuevos de cordel al día. Se va girando
casi imperceptible en un movimiento envolvente como si fuera enroscándose en mí
el sinfín de un tornillo. No me pregunten cómo orino. Déjenme ocultarles el
oprobio y la indignidad de ese acto rutinario. Con desdenes y excusas estúpidas
voy ocultándole a Carina la visión de mi pene vejado y de mi pierna izquierda.
No sé cuánto aguantaré hasta que se dé cuenta. Pero por ahora no quiero que
nadie vea el abrazo cálido de ese cabello negro. La sensación acaba por ser más
que agradable, casi placentera, aunque por momentos noto que se vaya apretando de a poco. Algunas
zonas se están oscureciendo como con manchas de hematoma. Noto el placer que
pudieran sentir lo antiguos eremitas. ¿Será esta una nueva forma de santidad? ¡Ay
Señor!
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