Pasan los días y caen los libros; subo los montes a pie o en bici; van versando los poemas acerca de la vida, que va estrechando su lozanía. Más mal que bien, habría que ir dejando registro de todo ello.
Y ahora que la edad de Iñigo nos libera de la pesadilla de El Hormiguero a la hora de la cena, El
Intermedio.
Si a alguien todavía le quedara alguna duda acerca de la
inteligencia (yo diría que no existe sin Humor) de El Gran Wyoming, debería visionar
el vídeo que pego un poco más abajo.
Por tan sólo los diez minutos (a veces incluso menos) en los
que brillaba con su verbo ágil al finalizar cada jueves Asuntos Propios de Toni
Garrido en RNE, merecía la pena ajustar la hora de salida de la oficina para
escucharlo en el coche mientras volvía a casa.
Pero obviamente, la sombra de Los Incumplidores también echó
la persiana sobre ese local.
El Intermedio.
Valeque se le ven
los cables al programa, los tendones, la carcasa, la leída de guión.Pero eso es lo válido. El perspectivismo. No
se oculta nunca que él no haya escrito los papeles que lee (aunque sílos haya aprobado). Es el equipo de guionistas quienes se atienen
a la crítica revisionista para la que han sido contratados los que brillan cada
mañana preparándoleslos malabares a los
que luego darán la cara por la noche.
¿Que no es gracioso? No conozco a nadie más parecido a
Buster Keaton en este País. Y de Groucho tiene la locuacidad caústica en la
lengua, y de Marx la tendencia política en las meninges, y en el corazón.
Ya no ojeo sino El Correo o El País cuando me tomo el café matutino en la
cafetería Valparaíso. Ya no escucho sino la Ser de vez en cuando entre cita y
cita y entre los calentones que me da la BlackBerry.Y la tele???Horror. Como mejor me acompaña esen su modo standby. Tengo mis blogs en favoritos, mis periódicos en
favoritos, mis películas en mi disco duro, mi youtube para resucitar de vez en
cuando a Lee Morgan… Sólo la encenderé para El
intermedio.
Vean cómono hace
falta acudir a las vergonzosas tertulias que escupe la tele para analizar la
situación.No hace falta pedir vezpara escuchar al oráculo de turno y ver cómo
hemos de salir de todo esto. Todo es tan fácil, y Wyoming nos lo cuenta en
libertad. Cuidado con la lejía de su saliva, puede alcanzarte, y no se quita.
Y luego, un poco de cine. Es fin de año.Pero esta vez no he visto Qué
bello es vivir (todavía).Mi
película de Navidades ha sido en esta ocasión Fanny y Alexander. Sólo la
primera parte del film, antes de que todo se descomponga y comience la tétrica
historia de miedo en el palacio del Obispo de Uppsala. Cuánto hay de esta
fiesta de adviento sueca en Los Muertos de John Huston.
Pero no voy a hablar de Bergman, aunque me gustaría mucho
(volví a ver Fresas Salvajes la semana pasada). Voy a insertar una peliculita
amarga, un corto, donde se recogen los efectos de esta crisis. Una situación
por la que están pasando miles de personas y de la que nadie está libre de
amenaza.
Fueron muchos. Y musicales. Se mezclan como fluídos en una
sopa de tiempo pasado. Pianitos de colores, baterías de cartón y platillos de
maleable latón, guitarritas inafinables, flautines de insuficientes agujeros…
hasta que al final llegaron las guitarras de verdad, las Alhambra, las Admira, con las que una y otra vez ponía a prueba los
sufridos oídos de los míos con acatarrados “Romances Anónimos” y moribundos “Conciertos
de Aranjuez”.
Júpiter o Zeus no me dieron los talentos necesarios para
coordinar melifluamente las notas, y lo que me sale medianamente regular
siempre es a fuerza de persistente disciplina hasta que la piecita sale sola
como por arte de magia.
Pero son los regalos musicales que yo me hacía los que más
me gustaban. LOS DISCOS.
Cómo ha cambiado el mero gesto de comprar un disco en estos
cuarenta últimos años. En aquel tiempo, ante todo reunir el dinero. Luego
adentrarte en Disco Play o Long Play, o incluso comprar por catálogo y esperar
que te lo enviaran por correo, a veces incorporando tú los sellos en el envío
de compra.
Y cuál quedarte entre toda aquella pradera de portadas
sugestivas y coloridas. Cuando era fan de un grupo, la cosa estaba hecha. No
hacía falta escuchar ni uno solo de los cortes del nuevo disco. O hacerte sin
pensar con cualquiera de los anteriores que aún no tenías. Se trataba de un
acto de fe. Léase: Jethro Tull. Luego vinieron en las grandes tiendas como el
Corte Inglés la posibilidad de escuchar el inicio de los temas por la gentileza
de un headphone que sonaba como si estuvieras volviéndote sordo en el fondo de
una cueva de acústica imposible.
Pero ahora comprarse un disco se ha convertido en un acto
absolutamente romántico, apto sólo para los que hemos mantenido intacto el
valor de la posesión. Del coleccionismo, de la tenencia. También ha cambiado
por completo el vértigo de tirarse al vacío de doce o trece temas cuando sólo
conocías uno que la radio-fórmula repetía hasta la locura. Ahora cuando
finalmente te haces con un cd, previamente has podido escuchar en Internet,
spotyfive, you tube… cada uno de los temas, y hasta visionar los videos.
Hoy le he regalado a Iñigo un cd.
Por accidente, encontré en el listado de sus favoritos (
bueno accidente o no, un padre siempre ha de ver los favoritos de su hijo de 16
años) varias páginas interesándose por el álbum Pyiramid de The Alan Parssons
Project, y en algunas de ellas figuraban sesudos análisis donde lo hacían cima en
los rankings de mejores discos de Rock Progresivo. Obviamente discrepo con
contundencia, pero me tiré un largo e hice que pareciera fruto de la casualidad
el que hoy apareciera PYRAMID en las raíces de nuestro particular árbol de
Navidad.
Eso y Absolute Authority han sido los regalos no enchufables
de este año. Regalos que voy a compartir, jeje.
En cuanto a mí, Esperaré a enero, que es cuando Steve Wilson
saca su nuevo álbum. Haré acto de fe, porque me está encantando lo que estoy
oyendo estos días. Más y más, Totalmente adictivo.
When I was small I believed in santa claus Though I knew it was my dad And I would hang up my stocking at christmas Open my presents and I'd be glad
But the last time I played father christmas I stood outside a department store A gang of kids came over and mugged me And knocked my reindeer to the floor
They said: Father christmas, give us some money Don't mess around with those silly toys. Well beat you up if you don't hand it over We want your bread so don't make us annoyed Give all the toys to the little rich boys
Don't give my brother a steve austin outfit Don't give my sister a cuddly toy We don't want a jigsaw or monopoly money We only want the real mccoy
Father christmas, give us some money Well beat you up if you make us annoyed Father christmas, give us some money Don't mess around with those silly toys
But give my daddy a job cause he needs one Hes got lots of mouths to feed But if youve got one, I'll have a machine gun So I can scare all the kids down the street
Father christmas, give us some money We got no time for your silly toys Well beat you up if you don't hand it over Give all the toys to the little rich boys
Have yourself a merry merry christmas Have yourself a good time But remember the kids who got nothin While you're drinkin down your wine
Father christmas, give us some money We got no time for your silly toys Well beat you up if you don't hand it over We want your bread, so don't make us annoyed Give all the toys to the little rich boys
Ok, perhaps
men we deserve this and even more cause we are the main responsible ones for
the most awful deeds in the world. Nevertheless, I´ve had some female bosses (–i´m
not saying they merited an ending like this, but…-) hard to deal with.
Impressive,
stunning video clip; and marvellous music from Antony and the Johnsosns´s live album. I recommend
listen to it repeatedly.
Antony & The Johnsons - Cut the World
For so long i've obeyed that feminine decree
I've always contained your desire to hurt me
But when will i turn and cut the world?
My eyes are coral, absorbing your dreams
My heart is a record of dangerous scenes
My skin is a surface to push to extremes
But when will i turn and cut the world?
Al prinicpio fue el miedo. Y la caza. La caza también. La
testosterona producía un tejido muscular más flexible, y más propicio al
crecimiento y a la expansión, a la dureza que produce la violencia necesaria
para ganar la pieza. Paradójicamente, los más fuertes fueron los que más miedo tuvieron a lo
inexplicable que había en el trueno y en el terremoto; fueron los que se
contaron a sí mismos los cuentos, las historias, las leyendas que sus madres
acabarían susurrándoles antes de conciliar el sueño.Aquellos relatos degenerarían enaltos edificios epopéyicos,que lanzarían largas sombras que, con el
tiempo, edificarían monstruosas religionesantropomórficas y absolutamente patriarcales. Tras ello se sucedieron
mil, dos mil, tres mil años de sombras y luces, de sangre coagulada y
ambiciones cumplidas a base de redoble
de tambor de guerra.
Las secetarias sintieron al unísono la llamada a corregir
el desequilibrio. Enmendar el desaguisado histórico con una inyección de estrógeno
afilado. Se miraron en la plaza con el dolor de sentirse instrumentos pasivos
de una orden foránea mientras la sangre manaba de los cuchillos, segregando una pista de circo carmesí en torno a sus tacones, espesa, injusta
para con sus hombres rectos caídos durante la venganza indiscriminada.
Quizás hendieran sus hojas usadas y gastadas y las
enfundaran en los recíprocos estómagos con el fin de acallar los alaridos de
sus úteros y los espasmos desconsolados de sus vaginas.
El bueno de Toso me atosiga con sus banales poemillas. Yo todos se los leo, y algunos hasta se los critico y parafraseo. No es que quiera enseñorearme y echar pecho con lo que sé que no soy. Pero lo poco que pueda decirle de sinalefas, encabalgamientos y calambures a buena fe que de mí lo obtiene. Cada vez que viene a casa se lanza raudo hacia el volumen de Poesía Española de Dámaso Alonso en Gredos. No se lo presto porque un no sé qué en su facha, en sus pelos y en el aire bohemio de sus ropas me dan a pensar que no habría de volver (el libro) o lo haría con algún triste descalabro. Pues hete aquí, que el otro día, entre los acostumbrados sucios manuscritos con que me regala, le hice notar que había un sonetillo que me hacía alguna gracia y del que salvaría algún versillo de los tercetos. Me animó a que lo metiéramos en taller, y efectivamente, en un sí es no es, lo mejoramos, o mejor dicho lo pulí un poco. El resultado era reseñable, y está mal que yo lo diga. Pero no, ya no era la misma obrilla que el bueno de Toso pergeñara en su particular Arcadia. Tirelo, y en castigo a mi arrogancia, y en pago a su discreta e ingenua musa, le prometí colgar su primera redacción en este huerto, donde sé que gusta de pasarse. No habrá exégesis, le dije, tan sólo tu soneto. Eso sí, lo musicaré con algunas imágenes de Scott triscando por la hojarasca que nos está dejando este bello otoño. Me dio su aprobación. Bueno, en realidad espetó un "nihil obstat". El muy capullo
En tanto que el recuerdo del estío ha despertado al hongo y a la seta y está la Dehesa con la hierba prieta en confusión de charcas y rocío... El buen campesinado siente el brío del corazón alzado cual cometa al viento; hinchada su alma de poeta al ver de nuevo el pueblo envuelto en frío Aquí, sin embargo, en las ciudades el tiempo lleva el pulso del cemento que el salto de los meses nos oculta... las noches sin luceros... suciedades banales de turbio sedimento que nuestro afán de pueblo nos sepulta.
De Lekerika salió Inocencio el año 35, así que la guerra la
vivió de forma borrosa por las cartas que irregulares le llegaban y a las que,
de todas formas, no hacía mucho caso. Desembarcó en California agotado por la
distancia y desencantado por la pobreza
en la que encontró a su primo Kepa. Estuvo pastoreando con él cuatro meses en
las tierras que rodeaban el pueblo de Modesto, para abandonar finalmente a su
mentor (con el que no llegó nunca a llevarse ni templado) y largarse al fin a
Nevada con un grupo de paisanos oriundos de Markina. No le fue mucho mejor
allí, en el condado de Tuscarora, seguramente por su arrogancia y autosuficiencia, que no le ayudaban a tratar con sus semejantes sin acabar albergando desconfianzas
y rencores. Abandonó pues, también, lo que empezaba a
ser el Spanish Ranch, y partió largo hasta llegar a Nebraska. Atravesó las
Rocosas en vagones de mercancía, temiendo por sus ahorros de meses de pastoreo
cada vez que el tren se eternizaba por los oscuros y larguísimos túneles
subalpinos
.
Compró ganado. Cuarenta y dos ovejas. Y solo, sin necesitar
de nadie, fue ampliando el rebaño, y construyendo lenta y torpemente lo que al
principio no fue sino una borda de
ladrillos de adobe, para luego ir convertiéndolo en un remedo de caserio, como los que
recordaba de sus escapadas por Aulesti y Nabarniz.
Se asentó en el condado de Dawes, a las afueras de Chadron,
cerca del río Niobrara, y se fue dando a conocer a duras penas, por "el vasco”,
que fue convirtiéndose en una voz sinónima de pastor, o “shepherd”. Los pocos
que le dirigían la palabra por causas mercantiles, es decir los que le pagaban la
lana, o los que le vendían el alambre y otros aperos, le llamaban por su
nombre, algo así como “Ínosens”. De entre los escasos pobladores de aquel poblacho en ciernes, fue sintiendo predilección por esos vagabundos
que, como apestados tristes, deambulaban con desidia por las calles de la
ciudad, un poco borrachos, sucios y alucinados.
Eran los indios Pawnee,
antiguos señores de aquellas tierras, a las que llamaran mares de hierba, y donde
pastorearon –no hacia tantos años- a su
manera, enormes rebaños de búfalos. Al igual que Inocencio, que había perdido
todo el derecho a la tierra del padre -en favor de su hermano primogénito-, lo que
le había obligado a emigrar, ellos habían sido desposeídos también, aunque de
forma más violenta y ultrajante desde luego. Y se habían convertido en gitanos,
en húngaros como los que recordaba haber visto la única vez que fuera a Bilbao
a vender verduras en el mercado de El Arenal. Fue contratando a alguno de
aquellos indios como mozos aprendices, y no le fue mal.
Itsaso
Inocencio acudía al burdel de Chadron una vez al mes, y allí se
encaprichó de una de sus putas que tenía
algo de sangre india, de la tribu de los Otoe, a la que llamaba Itsaso, porque
le fue imposible pronunciar ni recordar el nombre que le pusieron al nacer, “Xra Da Me Wiupimi”.
Cuando quedó embarazada le hizo entender que era por su
culpa, y al morir de un chancro, Inocencio se hizo cargo del chico y se lo
llevó a su rancho. Quiso al hijo porque sabía que era suyo, y lo llamó Mikel, y
se desvivió por sacarlo adelante. Le fue enseñando a esquilar y a ordeñar, a
mamporrear cuando no salía de los animales el apareo, a perderse por los montes
con el rebaño y a volverse a encontrar. A espantar a los coyotes, y a
orientarse en las noches claras. Mikel se reía cuando veía a su padre pelar una
manzana en una sola monda, y le gustaba escuchar los viejos cuentos de los
pastores indios que hablaban de otros tiempos en los que las ovejas eran
grandes como “wagons” y se llamaban bisontes, o también “dadores de vida”, y
eran los rebaños los que movían a los hombres y no los hombres a los rebaños. Podía quedarse sin dormir cuando escuchaba antiguas historia de caza e,n las que los hombres nadaban por la hierba y las piezas
eran objeto del mayor de los respetos cuando eran abatidas
por los Lakota, Sioux, Otoe, Omaha, o por los Ponca.
Aprendió palabras otoe-missouria, y su padre observaba atónito
cómo Mikel prefería el incompresible galimatías de los gitanos indios al
euskera que torpemente intentaba enseñarle.
También los Otoe le inculcaron el amor a la praderas y a los
caballos. La sangre de su madre suavizaba su carácter y lo convertía en un niño
paciente, abierto y prudente. Cabalgaban a menudo, con las ovejas y sin ellas,
por mero placer de ver a lo lejos las tormentas secas con sus rayos
devastadores, y los tornados como dedos de dioses que borraban todo a su paso.
Cuando murió, Mikel tenía once años. Inocenciotreinta y cinco, y ya estaba cansado y viejo
como cualquier pastor a esa edad. Convencido por los viejos indios, incineró el
cadáver del niño en una ceremonia al ocaso, donde rodeado de cánticos
funerarios y acosado por las lágrimas y por el dolor, creyó estar viviendo una
extraña pesadilla.
Las cenizas se mezclaron con la madera olorosa del
promontorio que hacía de altar, y también con la arena seca de Nebraska. Las
guardó en una vasija de cerámica pawnee, y hasta que no pasaron doce meses no
se atrevió a abrirla, mirar los restos de su hijo y hundir las manos en aquella
arena caliente. Al sacarlas, vio que algo se retorcía con elegancia lenta por
entre los granos de ceniza. Un pequeño gusano, blanco como una cuajada fresca,
le hizo soñar con la idea de las transmigraciones, de las reencarnaciones y de
los karmas compensatorios. Los viejos, que se consideraban abuelos de Mikel, le
apoyaron en su locura y le instruyeron en cómo hacer para devolver al joven a
la vida. Un turpial gorjeador fue traído en una jaula escasa de barrotes de madera.
Inocencio vio un pequeño pájaro de pecho amarillo limón y con una uve negra en
la garganta. Les dejó hacer a los indios y se extasiaba con la idea que le habían
prometido. En un teepee de atmósfera espesa por el humo de las hierbas sagradas,
se celebró la ceremonia, de nuevo trufada de cánticos y danzas lacias y
desganadas. El pajarillo, ávido por el ayuno de días, se alimentó con el
pequeño gusano, tan rápido que a duras penas los ojos pudieron verlo. En un
inglés balbuceante le hicieron saber que Mikel estaba ahora en el pájaro. Tras
un instante de nuevos cánticos, se volvió a abrir la piel que hacía de puerta
del teepee, y alguien trajo un coyote dulce, amaestrado, amigo de los Otoe.
Ataron una pata del turpial a una pequeña estaca en el suelo para que no pudiera
escapar, y al mover sus alas el perro se abalanzó sobre él para, de un solo bocado, desaparecer
al pajarillo. Ahora tu hijo es el coyote, le dijeron a Inocencio los indios
metidos a sacerdotes. El pastor vasco ya no sabía si había de esperar que
entrara otra alimaña para comerse a el coyote, o si vendría un niño para matar
al perro, o qué. Pero no, todo se detuvo. Los oficiantes consideraron que la
transmisión había llegado al punto deseado, y le regalaron a Inocencio el
animal con el alma de su hijo. Algo que era muy poco corriente, y que él había
tenido la enorme fortuna de poder lleva a cabo.
Mikel
Inocencio estuvo a punto de aovejarse, que era como llamaban
allí a volverse uno loco por la soledad del oficio. Pero Mikel le fue salvando
de hundirse en la demencia gracias a sus carreras y a sus aullidos de perro-lobo-niño.
En 1961 consiguió la residencia legal en aquella
su tierra de acogida gracias a una ley emitida por el congreso y ratificada por el presidente Lyndon B. Johnson para incorporar a los pastores sin papeles en la vida social de los Estados Unidos de América.
Por las tardes, tras volver de cabalgar seguido de Mikel para
ver las tormentas o los tornados, el de Lekerika se sentaba en su porche a pelar una pieza de
fruta, mientras el avispado coyote observaba hipnotizado, esgrimiendo un gesto cercano a la sonrisa, cómo conseguía siempre su padre desnudar la pieza dejando una sola y
única monda larga como un muelle.