Pasan los días y caen los libros; subo los montes a pie o en bici; van versando los poemas acerca de la vida, que va estrechando su lozanía. Más mal que bien, habría que ir dejando registro de todo ello.
El bueno de Toso me atosiga con sus banales poemillas. Yo todos se los leo, y algunos hasta se los critico y parafraseo. No es que quiera enseñorearme y echar pecho con lo que sé que no soy. Pero lo poco que pueda decirle de sinalefas, encabalgamientos y calambures a buena fe que de mí lo obtiene. Cada vez que viene a casa se lanza raudo hacia el volumen de Poesía Española de Dámaso Alonso en Gredos. No se lo presto porque un no sé qué en su facha, en sus pelos y en el aire bohemio de sus ropas me dan a pensar que no habría de volver (el libro) o lo haría con algún triste descalabro. Pues hete aquí, que el otro día, entre los acostumbrados sucios manuscritos con que me regala, le hice notar que había un sonetillo que me hacía alguna gracia y del que salvaría algún versillo de los tercetos. Me animó a que lo metiéramos en taller, y efectivamente, en un sí es no es, lo mejoramos, o mejor dicho lo pulí un poco. El resultado era reseñable, y está mal que yo lo diga. Pero no, ya no era la misma obrilla que el bueno de Toso pergeñara en su particular Arcadia. Tirelo, y en castigo a mi arrogancia, y en pago a su discreta e ingenua musa, le prometí colgar su primera redacción en este huerto, donde sé que gusta de pasarse. No habrá exégesis, le dije, tan sólo tu soneto. Eso sí, lo musicaré con algunas imágenes de Scott triscando por la hojarasca que nos está dejando este bello otoño. Me dio su aprobación. Bueno, en realidad espetó un "nihil obstat". El muy capullo
En tanto que el recuerdo del estío ha despertado al hongo y a la seta y está la Dehesa con la hierba prieta en confusión de charcas y rocío... El buen campesinado siente el brío del corazón alzado cual cometa al viento; hinchada su alma de poeta al ver de nuevo el pueblo envuelto en frío Aquí, sin embargo, en las ciudades el tiempo lleva el pulso del cemento que el salto de los meses nos oculta... las noches sin luceros... suciedades banales de turbio sedimento que nuestro afán de pueblo nos sepulta.
De Lekerika salió Inocencio el año 35, así que la guerra la
vivió de forma borrosa por las cartas que irregulares le llegaban y a las que,
de todas formas, no hacía mucho caso. Desembarcó en California agotado por la
distancia y desencantado por la pobreza
en la que encontró a su primo Kepa. Estuvo pastoreando con él cuatro meses en
las tierras que rodeaban el pueblo de Modesto, para abandonar finalmente a su
mentor (con el que no llegó nunca a llevarse ni templado) y largarse al fin a
Nevada con un grupo de paisanos oriundos de Markina. No le fue mucho mejor
allí, en el condado de Tuscarora, seguramente por su arrogancia y autosuficiencia, que no le ayudaban a tratar con sus semejantes sin acabar albergando desconfianzas
y rencores. Abandonó pues, también, lo que empezaba a
ser el Spanish Ranch, y partió largo hasta llegar a Nebraska. Atravesó las
Rocosas en vagones de mercancía, temiendo por sus ahorros de meses de pastoreo
cada vez que el tren se eternizaba por los oscuros y larguísimos túneles
subalpinos
.
Compró ganado. Cuarenta y dos ovejas. Y solo, sin necesitar
de nadie, fue ampliando el rebaño, y construyendo lenta y torpemente lo que al
principio no fue sino una borda de
ladrillos de adobe, para luego ir convertiéndolo en un remedo de caserio, como los que
recordaba de sus escapadas por Aulesti y Nabarniz.
Se asentó en el condado de Dawes, a las afueras de Chadron,
cerca del río Niobrara, y se fue dando a conocer a duras penas, por "el vasco”,
que fue convirtiéndose en una voz sinónima de pastor, o “shepherd”. Los pocos
que le dirigían la palabra por causas mercantiles, es decir los que le pagaban la
lana, o los que le vendían el alambre y otros aperos, le llamaban por su
nombre, algo así como “Ínosens”. De entre los escasos pobladores de aquel poblacho en ciernes, fue sintiendo predilección por esos vagabundos
que, como apestados tristes, deambulaban con desidia por las calles de la
ciudad, un poco borrachos, sucios y alucinados.
Eran los indios Pawnee,
antiguos señores de aquellas tierras, a las que llamaran mares de hierba, y donde
pastorearon –no hacia tantos años- a su
manera, enormes rebaños de búfalos. Al igual que Inocencio, que había perdido
todo el derecho a la tierra del padre -en favor de su hermano primogénito-, lo que
le había obligado a emigrar, ellos habían sido desposeídos también, aunque de
forma más violenta y ultrajante desde luego. Y se habían convertido en gitanos,
en húngaros como los que recordaba haber visto la única vez que fuera a Bilbao
a vender verduras en el mercado de El Arenal. Fue contratando a alguno de
aquellos indios como mozos aprendices, y no le fue mal.
Itsaso
Inocencio acudía al burdel de Chadron una vez al mes, y allí se
encaprichó de una de sus putas que tenía
algo de sangre india, de la tribu de los Otoe, a la que llamaba Itsaso, porque
le fue imposible pronunciar ni recordar el nombre que le pusieron al nacer, “Xra Da Me Wiupimi”.
Cuando quedó embarazada le hizo entender que era por su
culpa, y al morir de un chancro, Inocencio se hizo cargo del chico y se lo
llevó a su rancho. Quiso al hijo porque sabía que era suyo, y lo llamó Mikel, y
se desvivió por sacarlo adelante. Le fue enseñando a esquilar y a ordeñar, a
mamporrear cuando no salía de los animales el apareo, a perderse por los montes
con el rebaño y a volverse a encontrar. A espantar a los coyotes, y a
orientarse en las noches claras. Mikel se reía cuando veía a su padre pelar una
manzana en una sola monda, y le gustaba escuchar los viejos cuentos de los
pastores indios que hablaban de otros tiempos en los que las ovejas eran
grandes como “wagons” y se llamaban bisontes, o también “dadores de vida”, y
eran los rebaños los que movían a los hombres y no los hombres a los rebaños. Podía quedarse sin dormir cuando escuchaba antiguas historia de caza e,n las que los hombres nadaban por la hierba y las piezas
eran objeto del mayor de los respetos cuando eran abatidas
por los Lakota, Sioux, Otoe, Omaha, o por los Ponca.
Aprendió palabras otoe-missouria, y su padre observaba atónito
cómo Mikel prefería el incompresible galimatías de los gitanos indios al
euskera que torpemente intentaba enseñarle.
También los Otoe le inculcaron el amor a la praderas y a los
caballos. La sangre de su madre suavizaba su carácter y lo convertía en un niño
paciente, abierto y prudente. Cabalgaban a menudo, con las ovejas y sin ellas,
por mero placer de ver a lo lejos las tormentas secas con sus rayos
devastadores, y los tornados como dedos de dioses que borraban todo a su paso.
Cuando murió, Mikel tenía once años. Inocenciotreinta y cinco, y ya estaba cansado y viejo
como cualquier pastor a esa edad. Convencido por los viejos indios, incineró el
cadáver del niño en una ceremonia al ocaso, donde rodeado de cánticos
funerarios y acosado por las lágrimas y por el dolor, creyó estar viviendo una
extraña pesadilla.
Las cenizas se mezclaron con la madera olorosa del
promontorio que hacía de altar, y también con la arena seca de Nebraska. Las
guardó en una vasija de cerámica pawnee, y hasta que no pasaron doce meses no
se atrevió a abrirla, mirar los restos de su hijo y hundir las manos en aquella
arena caliente. Al sacarlas, vio que algo se retorcía con elegancia lenta por
entre los granos de ceniza. Un pequeño gusano, blanco como una cuajada fresca,
le hizo soñar con la idea de las transmigraciones, de las reencarnaciones y de
los karmas compensatorios. Los viejos, que se consideraban abuelos de Mikel, le
apoyaron en su locura y le instruyeron en cómo hacer para devolver al joven a
la vida. Un turpial gorjeador fue traído en una jaula escasa de barrotes de madera.
Inocencio vio un pequeño pájaro de pecho amarillo limón y con una uve negra en
la garganta. Les dejó hacer a los indios y se extasiaba con la idea que le habían
prometido. En un teepee de atmósfera espesa por el humo de las hierbas sagradas,
se celebró la ceremonia, de nuevo trufada de cánticos y danzas lacias y
desganadas. El pajarillo, ávido por el ayuno de días, se alimentó con el
pequeño gusano, tan rápido que a duras penas los ojos pudieron verlo. En un
inglés balbuceante le hicieron saber que Mikel estaba ahora en el pájaro. Tras
un instante de nuevos cánticos, se volvió a abrir la piel que hacía de puerta
del teepee, y alguien trajo un coyote dulce, amaestrado, amigo de los Otoe.
Ataron una pata del turpial a una pequeña estaca en el suelo para que no pudiera
escapar, y al mover sus alas el perro se abalanzó sobre él para, de un solo bocado, desaparecer
al pajarillo. Ahora tu hijo es el coyote, le dijeron a Inocencio los indios
metidos a sacerdotes. El pastor vasco ya no sabía si había de esperar que
entrara otra alimaña para comerse a el coyote, o si vendría un niño para matar
al perro, o qué. Pero no, todo se detuvo. Los oficiantes consideraron que la
transmisión había llegado al punto deseado, y le regalaron a Inocencio el
animal con el alma de su hijo. Algo que era muy poco corriente, y que él había
tenido la enorme fortuna de poder lleva a cabo.
Mikel
Inocencio estuvo a punto de aovejarse, que era como llamaban
allí a volverse uno loco por la soledad del oficio. Pero Mikel le fue salvando
de hundirse en la demencia gracias a sus carreras y a sus aullidos de perro-lobo-niño.
En 1961 consiguió la residencia legal en aquella
su tierra de acogida gracias a una ley emitida por el congreso y ratificada por el presidente Lyndon B. Johnson para incorporar a los pastores sin papeles en la vida social de los Estados Unidos de América.
Por las tardes, tras volver de cabalgar seguido de Mikel para
ver las tormentas o los tornados, el de Lekerika se sentaba en su porche a pelar una pieza de
fruta, mientras el avispado coyote observaba hipnotizado, esgrimiendo un gesto cercano a la sonrisa, cómo conseguía siempre su padre desnudar la pieza dejando una sola y
única monda larga como un muelle.