El torbellino de la campaña comercial ya se dejaba sentir
levantándome las solapas del cárdigan. Y se ponían tan enhiestas, como
almidonadas por el stress y las tareas pendientes de hacer, que me cubrían los
flancos ocultándome todo aquello que no estuviera escrito en mi agenda de tapa
roja moleskine. Así que me iba quedando sin ir al teatro, al cine, a conciertos... puesto que no llegaba a saber que toda aquella golosina se hubiera programado.
Muchas veces me topaba con algún cartel raído, ya viejo por el paso de dos meses, de tres, de cuatro, anunciando un concierto de Perro, de Drexler, de Spalding, de lo que
sea, que ya había caducado, que ya era pasado, historia, memoria feliz para los
que asistieron.
Cuando vi que era Brad Melhdau a quien me iba a perder esta
vez, me enfadé conmigo mismo por ser tan monorraíl, tan poco multitask, tan
obstinado y concentrado, tan sumido en mi hipnótica mierda laboral que dejaba
pasar aquellos trenes fantásticos que hacían parada en los andenes de la
ciudad, tan cerca de mi casa, esperando que me alojara por un par de horas en
sus lujosos vagones transartísticos y a los que yo sencillamente ignoraba y
dejaba pasar de largo mirando hacia otro sitio donde, nunca, ocurría, nada,
que, no, fuera, rutinario, y gris.
La chica de la sala BBK se rió sin maldad de mí y me dijo,
ja, hace ya como dos meses que se agotaron las entradas. No se lo tuve en
cuenta, me lo tenía merecido. Pero al día siguiente se me ocurrió tocar madera
por si fuera verdad aquello de que daba suerte, , y me acordé de Amaia, que
trabajaba en Moskito Records y que desde los fogones del jazz a veces me
lanzaba un tizón ardiendo en formato de disco (Aurignac, Barrueta, Colina…) o
de avisos por wasap de inicios de ciclos, festivales... avisos que a veces se
estrellaban contra las solapas almidonadas y alzadas de mi cárdigan para morir
y yacer inertes a los pies de mi moleskine de tapa roja.
Un intercambio de aquéllos llegaron al más feliz de los
puertos. Fue más o menos tal que así:
- Amaia, mil gracias por el aviso, el sábado vi a Seamus
Blake, gracias por haberme avisado, pero sabes qué, me pierdo a Melhdau,
arrrgghhh, agradecería una ayudita, if posible. Love u
- Voy a intentar;
- No te expongas…a ver si vas a prevaricar,,,que mira cómo
vienen de cargaditos los diarios esta mañana. Agregué también una foto de uno
de los discos que tengo de Melhdau, Places,
y le puse al pie: ha sido culpa mía, debo de estar más atento.
- Ya te he apuntado, hasta el lunes no puedo ver las
entradas retenidas.
- Agregué seis iconos de mano con High thumb; seis manos con
los seis colores distintos que dispone wasap; y puse: lo de Seamus Blake fue
fantástico.
- Yo he estado en la prueba de sonido, me ha encantado!!
Mikel (su hijo) ha salido diciendo que él también quiere tocar una txirula de
esas. Y luego ha puesto tres emoticonos partiéndose de risa, y ha añadido: el
lunes hablamos.
el lunes llegó
- -- Habemus entradas. Dos emoticonos de teclas de
piano, y tres de dos manos aplaudiendo. Son en balconada, en sala ya no quedaba
nada de nada.
-
- -- Ieeeepa, pues al final va a ser una sola
entrada, querida, que a Iciar le viene mal el horario. Además Melhdau quizás
sea un poco frío para ella, que es de corazón más caribeño para el jazz, o al
menos que haya un poquito de brass
.
- -- Emoticono de risa. Estaba hablando con Monique,
que ella también quiere ir, así que tienes invitación y acompañante. Te viene
bien el plan? Un emoticono me quiña un ojo.
- --Después de más de media hora, le pongo: Perdona
el silencio, no es que me lo esté pensando….es que he entrado en una reunión.
Bien. Como una cita a ciegas. Guay.
- -- No hombre. Dos emoticonos se mean de risa. Yo
también estoy trabajando y contesto cuando puedo.
Así que vino Monique. Quedamos a las siete y cuarto,
cuarenta y cinco minutos y dos cervezas antes de que empezara el concierto a
las ocho. Dimos el nombre de Amaia a las chicas de la recepción como si fuera
una clave para adquirir un alijo de estupefacientes, pero en lugar de eso nos
hicieron acompañar a un joven que nos guió escaleras arriba hasta el palco de
la sala BBK. Allí cada cual seguía sus instintos para buscar un asiento libre
que le ofreciera la mejor visibilidad del escenario allá abajo, que mostraba,
lustroso, un Stenway como de obsidiana, una batería desangelada, y un contrabajo dormido,
echado, acurrucado como una pequeña mujer de Botero, morena y aceitada y
desnuda y callada. Nuestro particular Virgilio nos condujo por aquel infierno de las alturas hasta el extremo del palco, hacia
aquel pequeño proscenio que cuelga sobre las butacas de patio y casi sobrevuela
el escenario. Un sitio aventajado cuando menos, con tres asientos blancos,
cómodos y cercanos, junto a la baranda sobre la que podíamos inclinarnos
reposando sobre ella los antebrazos para contemplar con facilidad y aguzar la
escucha con el cuerpo volcado en actitud atenta.
Ocupamos dos de las tres sillas albares que se nos ofrecían. Hablamos un poco de música, de pianistas, de Bill Evans, de
Keith Jarret, de Dave Brubeck, de cómo Melhdau, de los actualmente
consagrados era uno de los grandes, y de lo cerca que habíamos estado de habernos perdido aquel concierto que se anunciaba tan memorable y en unas condiciones tan
exquisitas gracias-gracias-gracias a Amaia. No
hablamos de Glen Gould, quien me apasiona, y al que llegué musicalmente desde
el trampolín de la literatura, como otras tantas veces, leyendo El Malogrado, de Bernhard. Tampoco hablamos de Shine, aquella maravillosa película que seguro que Monique habría
visto. Impresionante Rush. No hablamos de Peterson ni de su Night Train que debe estar apunto de
rayarse de tantas veces que me lo pongo.Yo, mientras esto sucedía, o no
sucedía, no sé con qué rincón del cerebro, que no impedía que mantuviera o no
mantuviera aquella conversación con Monique, me imaginaba a Brad antes de salir
al escenario, con la manos sumergidas en un barreño de agua caliente, a unos
treinta y ocho grados centígrados, templándolas para que los dedos volaran como
dos pulpitos hiperveloces sobre las escalas dodecafónicas, cambiando de
tonalidad como quien cambia el gesto con un mero arqueo de ceja
Al fin entraron los tres músicos, animosos y resueltos sin
que nadie les precediera con una presentación. Los grandes levantan una ovación
sin que haga falta un maestro de ceremonias que enfervorice al público con
prolijos y encomiásticos introitos. Así como sí se hizo con Seamus Blake el
sábado anterior, cuando Gorka Reino los ensalzó y agradeció la asistencia
masiva del público porque la programación y la existencia del festival dependía
de la respuesta de los aficionados, quienes a veces preferían la quietud de sus
equipos de música y de sus salones de música y de sus colecciones de música
grabada en estudio o en directo, pero reproducida solo para ellos en el momento
que ellos decidieran y con el volumen idóneo y el instante del día o de la noche
que ellos decidieran.
Brad arrancó las primeras notas y empezó el concierto que
durante casi dos horas nos mantuvo flotando sobre aquella sopa etérea de música
maravillosa. Yo, me replegué sobre mí mismo para dirigir todo aquel magma hacía
mi glándula pineal y deglutir con mayor atención cada triada de notas, cada
compás y cada cambio de tonalidad. Ocho, nueve canciones, diez, no me acuerdo ya
exactamente, tan sólo que nos obsequió con dos bises, aunque el último recayó
sobre la responsabilidad casi plena del batería con un solo demasiado largo que Brad
escuchó absorto sentado en flor de loto desde su sillita de pianista. Se deleitó
desestructurando a los Beatles, maravillosamente, diría yo.
Hizo un guiño con un compasito de My favourite Things dirigido a un asistente
que se atrevió a gritar por encima de
unos aplausos qué era lo que quería escuchar, como si fuera un jukebox. También
me sorprendió desde el principio la cordialidad del pianista dirigiéndose al
auditorio con respeto, intentando trufar en lo posible algo de castellano
cuando explicaba qué canciones eran aquellas que había interpretado, y cuál era
la que vendría a continuación, recibiendo agradable las ovaciones y los bravos.
Siempre había pensado que este hombre se conducía como un divo distante, como
si estuviera tocando en la soledad de su estudio ensayando las piezas
ensimismado sin considerar a quienes a su espalda aplaudieran, silbaran
aullaran.
No voy a explayarme en criticar el concierto ya que no lo
soy. Sólo diré que cuando concluyó nos miramos satisfechos Monique y yo,
sabiendo que habíamos asistido a algo grandioso y que habíamos sido conscientes
de ello durante cada segundo que aquel músico había paseado sus dedos por las
teclas del piano. Brad Melhdau. Bien.