Estoy batiendo marcas.
Enhorabuena.
Seguramente si me paro y lo pienso
llevo más de siete días sin pararme a pensar.
Qué digo siete.
Si me refiero a pensar pensar
quizás sean siete los meses que llevo
sin pararme a pensar.
A pensar digo.
A pensar.
A pararme a pensar.
A cerrar los ojos sin estar dormido
y admitir,
así, a oscuras,
que la prisa en apurar el día,
la prisa en cerrar las puertas
y en estrechar las manos,
la prisa en ingerir las comidas
y en barrer los zaguanes
y en volver a abrir las puertas,
las prisas, digo,
me acercan la muerte.
Me acercan a la muerte.
Y es que cuando pienso,
inexorablemente
siempre aparece la muerte
de uno u otro modo.
Es como si la muerte y pensar
siempre fueran de la mano allá donde fueran.
Y así, yo,
cuando me pongo a pensar en la velocidad
a la que vivo,
en la velocidad a la que abro y cierro las puertas
cada día,
esas puertas
que me deparan siempre en los mismo sitios
a las mismas horas,
en la velocidad a la que subo y bajo las escaleras
sin contar los peldaños,
sin agacharme a ver si son unos peldaños
de madera
o de granito jaspeado,
o en la velocidad a la que hago el traveling sobre tu rostro
sin demorarme en tus lunares,
en la disposición tan singular de los poros
de la piel sobre tu rostro,
en tu rostro mismo en sí,
tan caro a mí.
Cuando me pongo, digo,
a pensar en la viscosa velocidad
a la que degluto
mi día,
ineluctablemente,
desemboco,
siempre,
en la muerte.
Y es que para mí, pensar
es siempre pensar en la muerte.
La avara muerte donde han caído tantos
que me esperan
tras haber apurado su efímero vaso
de siete décadas.
Eternidad antes de nacer.
Eternidad después de morir.
Toda una eternidad,
y yo.
también con mis míseras
siete décadas,
arañando mi nombre
con una llave de níquel
sobre el cansino muro de la eternidad,
abriendo y cerrando puertas
para acabar siempre en los mismos
sitios y a las mismas horas,
con escaso tiempo
para parar
y sentarme en los peldaños
mientras escruto tu rostro,
y pensar,
sí,
pensar,
que las prisas son un buen
remedio
para no pensar.